No hay nada que me conmueva más que el dolor de una persona arrepentida. Sus lágrimas corren por sus mejillas de una manera limpia, como el agua del deshielo , y siempre, siempre, miran a los ojos del que pide perdón.
No se esconde, porque al confesar su culpa , sobre todo cuando es tan grande que no tiene disculpa, ya no se oculta detrás de sus manos: sólo mira, y llora.
¡Benditas lágrimas!
No hay mayor alegría que la que nace de ese momento de gracia que precede al perdón.
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