Hace años, muchos, dirigía un curso de retiro - en otros lugares se nombran como ejercicios espirituales- un chaval de quince años llamó a la puerta de mi despacho. Quería hablar conmigo. Se sentó y me dijo:
- Estoy enamorado de ti.
Aunque me quedé algo perplejo, no me encajaba esa declaración con su forma de ser. Al final supe que uno que había ido a impartir una charla sobre la castidad habló de la sinceridad salvaje y, entre otros ejemplos, dijo " si estás enamorado de tu director, lo dices".
El que puso el ejemplo era un enfermo. Así le fue. Pero, desgraciadamente, era un consejo muy habitual. Y que provocaba desastres de consecuencias dramáticas, a veces. Ese tipo de sinceridades de extracción hasta soltar el sapo no siempre se ha entendido bien. El problema del charlista era que ponía ejemplos. Eso es un error.
Y lo digo yo, que fui formado en esa ascética.
También hace años, llevé varios chavales a la consulta de un médico pediatra, dirigía una consultoría muy prestigiosa , un gabinete psicológico que atendía jóvenes con problemas de adolescencia. Este hombre era Cruz de Sant Jordi . De las mejores cabezas que he conocido. Pertenecía al opus dei. Era persona liberal, afable, con unan capacidad de discernir maravillosa. Tenía muy buen ojo clínico.
Una tarde, ya de noche, hablando de uno de los jóvenes, le dije " ... y mira que le he puesto entre la espada y a pared, pero nada".
Su reacción, sin ser violenta, fue visceral, muy dura. Saltó sobre mi, casi cogiéndome de las solapas:
- ¿ Pero tú quién eres para poner a nadie entre la espada y la pared?
Fue una conversación que no olvidaré nunca. Entendí qué significa la palabra respeto, algo que no conocía ni en mi mismo, ni en el trato con los chavales. Tampoco la olvidaré- hablamos horas aquella noche- porque falleció a los pocos días. Se apellidaba Miralbell.
Su pasión, una pasión que era vocación, era la medicina . Podía estar horas hablando de ella, de sus enfermos , y con ellos, formándose continuamente. Y atendiendo por supuesto. En el gabinete tenía su cielo en la tierra.
Si hay que morir, que se muera uno en el sitio en que ha sido tan feliz. Ese hombre , si no falleció en su estudio , estaría muy cerca.
Una de las personas que atendió se llamaba Giorgio. También murió joven. Un corazón oceánico. Un chaval con una alegría expansiva, que derrochaba ganas de querer y ser querido. Precisamente, el que había puesto entre la espada y la pared. Y fui testigo del cambio radical que hizo de la mano del doctor Miralbell. Y lo hizo de un modo tan delicado y, a la vez, decidido.
No, no hay que sacar el sapo de nadie, no hay que forzar, no hay que intuir, ni hay que dar ideas, ni hay que ensuciar conciencias.
La verdad es que no puedo hablar por mi. No soy ejemplo de lo que estoy escribiendo. Pero he vivido con personas con una elegancia natural y con una clase tan maravillosa que no bastaba con respetarlas, había que quererlas. Y de ese amor nacía la sinceridad.
De eso sí que sé. Yo rompí a ser sincero sin que nadie me preguntase nada. ¿ La razón?: que los que estaban conmigo no merecían mis mentiras. Se trata de vivir con unas personas que tienen una manera de ser, una manera de estar en el mundo que sólo quieres tratar de imitar.
Por cierto, hace tres años volví a reencontrarme en Barcelona con ese chaval que me dijo se había enamorado de mi. Hoy es profesor universitario. Casado y con hijos. Comimos varias veces. Un día me atreví a contarle lo de su enamoramiento. No se acordaba de nada.
Y es que nos preocupamos por gilipolleces.