Cuando era un crío de ocho años comencé a fumar. Todo por hacerme el hombre. Se fumaba en las películas, en la calle, mi padre en casa. A mi el cine me ha hecho mucho daño. Yo quería hacer lo que veía en las películas: besar así, mirar así, reírme así, andar así , escupir así.
Sí también escupir. En no sé qué película vi a uno que presumía escupir por el colmillo. Y salí del cine, dale que te pego, soltando lapos por entre los dientes.
Mi madre, viendo que no había manera de enmendarme, me dejaba un duro encima del bocadillo forrado de papel de estaño. El primer día le dije:
- Mamá, te has dejado un duro.
- No, hijo, es para ti. Para que no me robes ni mientas.
Cada mañana ella, al despedirme al ir al colegio , me decía: Hijo, pórtate bien, no hagas el ganso. En fin , ni caso. fui un zascandil de aupa.
Qué lejos queda aquel chaval que iba al colegio con los lápices de colores sonando en el estuche de la cartera, con la bata de rayas azules y blancas , el uniforme de El Salvador, jesuitas de Zaragoza . Estaba al lado de casa. Primero rezábamos a la Virgen el "Oh Señora mía, oh madre mía..." el dictado, la ortografía y Viriato, el mapa de España , la enciclopedia Alvarado y la cantinela de la tabla de multiplicar que salía por los ventanales.
Qué lejos quedan aquellos gritos del recreo y los curas con sotana jugando a fútbol, o a pelota mano en el frontón, y las meriendas de pan con chocolate y las rodillas sucias de roña y el olor a nuevo que despedían los cromos de la colección del Álbum Maga , que nunca conseguía terminar, y ese olorcillo de las hojas de morera de la caja de los gusanos.
Introibo ad altare Dei, repetía el cura en misa cuando uno era monaguillo. Y aquella profesora rubia que se llamaba Querubina que me pilló tirándome al suelo para verle las bragas. Y aquella uistie que me estampó a mano abierta , ¡ que ustié , madre mía!
Y uno que , en realidad - nuevo en el colegio- lo único que quería era que ella supiera que me gustaba. Allí aprendí que si te gusta una mujer lo que no tienes que hacer es tirarte al suelo a mirarle las bragas. Jamás.
Qué lejos queda aquel chaval que estrenó los primeros pantalones largos, andando todo chulo, y dándome golpecitos en la visera del pelo para que me quedara puenteando en la frente.
A esa edad soñaba con islas misteriosas de Julio Verne y de Salgari y con aquella chica , Matilde Muñoz Loriente, por la que sentí por primera vez una pulsión cordial y salvaje que siempre he llevado conmigo el resto de mi vida .
Qué lejos queda el joven que se entregó a Dios para dar la vuelta al mundo como un calcetín, que creía pertenecer a la minoría selecta y que luego se dio a lo bestia, con todas las contradicciones de un carácter extraño, indomable, enamoradizo y pasional. Probablemente enfermizo.
Durante algunos años aún mantuve la fe en que el mundo podía cambiar a la medida de mis sueños. Pero mi doble vida me arrastró a lo peor de mi.
Hoy soy un pobre viejo de sesenta y seis años que no sabría explicar por qué me he convertido en alguien muy parecido a ese chaval que su madre le dejaba un duro al lado del bocadillo de papel de estaño . Ese crío que su madre le decía "hijo, pórtate bien, no hagas el ganso".
Ese chaval que en medio de su confusión a veces recuerda a aquel niño que iba a la escuela con la cara bien lavada, tan limpio, tan puro, tan bueno, tan guapo, y se me saltan las lágrimas.