Ya conté las excursiones que hacía con mi padre de chaval. En mi adolescencia, después de mil travesuras que no vienen a cuento, le aconsejó un psiquiatra que me agotara, ¡y cómo se tomó el consejo!: me llevó con él a cazar hasta supliendo el perro que tenía.
Carlos , mi padre,me obligó a ir a la montaña con él durante años. Yo era un chaval. Los madrugones eran legañosos, fríos y oscuros, antes del amanecer. Con 16 años subí, por obligación, bastantes de los 3.000 del pirineo aragonés. Llegué a detestar a mi padre, sin embargo, el tiempo hizo que hoy lo sienta muy cerca.
Lo que trato de explicarte es que de subir montañas “detrás de alguien” sé mucho.
Hoy sé que lo más importante al subir una montaña es que, aunque sufres- ¡esos desánimos agotadores pensando que ese último repecho es el final, que pronto aparecerá una fuentecilla de un glaciar descongelado que te humedezca la lengua cuarteada...- lo que hay que hacer es subir. Pim pam, pim pam. Asumir la ruta que te ha tocado si quieres llegar a esa cima, aunque la senda que tomaste no era la del mapa, y estabas perdido...
¡Cuántas veces mi padre paraba en seco mirando a izquierda y derecha, y yo pensaba “¡pero si no sabes dónde estás, coño!”. Pero siempre llegábamos a la cima.
Lo bueno, amor, se da al final de la ascensión, cuando tu padre te decía “¡mira qué maravilla!” Y abría una lata de sardinas, sacaba una tajada de jamón y un poco de pan, mojaba con vino esa rebanada, y te la ofrecía feliz mientras contemplábamos un océano de nubes a nuestros pies, o unos verdes lejanos de valles maravillosos...¡o esos azules fantásticos de cielos serenos!
Y aprendí, por culpa de ese cabrón que quiero tanto, que nunca conseguirás dejar la llanura si piensas demasiado en la recompensa que te aguarda en las cumbres.
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