lunes, 1 de abril de 2019

EN RUINAS

Me atraen los edificios derrumbados, en ruinas. También, y mucho más, los pueblos abandonados.

 La huella de sus alcobas y de las vidas que las habitaron. Cuando las ves como una tarta cortada en vertical , sin intimidad, o como  esas antiguas casitas de muñecas que podían abrirse para ver el interior con muebles diminutos.

Me atraen y me dan pena. Huellas de peldaños que ya no llevan a ninguna parte, fotografías enmarcadas, un sillón en precario equilibrio sobre una cornisa de suelo roto, un dibujo sujeto con chinchetas junto a una cama infantil, la pared del cuarto desconchado.

 Restos de existencias arrancadas de allí por el azar, la desgracia, la mano oculta de un banquero, o constructor, o ambos, desprovisto de sentimientos que mueve piezas en un tablero frío como el universo. Que mata, hiere, rompe, mutila, porque está acostumbrado a eso, a hacer lo que le sale de los güevos. 

Es la  terrible naturaleza de los Urelles. 


Estos paisajes me dan una extraña  melancolía.  Pienso en esa gente que vivió allí y en las  huellas de muebles, apliques de lámparas y cuadros en las paredes, empapelado, azulejos de la cocina, restos de baldosas y escaleras. Rastros de un paisaje entrañable, de juegos infantiles, de calor y de cobijo. Del paraíso perdido del que han sido expulsados. Imagino el desconsuelo de quienes contemplan las huellas de sus propias vidas en las paredes de antiguos hogares después de sucesos trágicos, pérdidas graves, golpes brutales de los que aniquilan cuanto el ser humano posee.

És duro. Hay en esas paredes algo que revela la parte indefensa, y tal vez la mejor, del ser humano. De cualquiera. De todos. A ver qué miserable o canalla no tiene y ha disfrutado a solas de un rincón de su casa, de una habitación, donde era el puto amo de sus sueños, de sus de afectos, con sus lecturas, músicas, sueños, amores, ternuras. Donde has llorado, has rezado, o te la has cascado  bien a gusto.

La habitación de la niña con el póster de  Justin , el dormitorio de una madre con su crucifijo en la pared, el retrato  del Ché, una Última Cena,  la foto de boda de los padres , o la de un niño de vestido de primera Comunión , la cama donde se ama, se sueña o se tienen pesadillas, la estantería con libros que ayudan a vivir otras vidas, a planear futuros o a consolar pasados. 

A mi eso me conmueve y me acojona. Esa exhibición tan a lo bestia de la intimidad de tantas vidas desnudas, me da un nos sé qué de mala leche, de ponerme  frente al verdugo cósmico que juega con nosotros al ajedrez. 

Con paisajes parecidos, o peores, por culpa de tanto cabrón suelto , a uno le dan ganas de ponerse delante de Dios, o de Jeowá, o de Alá,   y gritarle: oye,  hijo de la gran puta, está claro que tenemos que morir , pero esto de humillar no, joder, no. Esto de dejar con el culo al aire a la gente, no, por favor.


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