Hoy hace cuatro años que dejé de fumar.
Fumé desde que tuve 10 años, presumí de ello, hice bandera de esa manera de entender la vida.
Unos días antes de abandonar el tabaco me detuvieron en el avión de ida a Guatemala por fumar durante el trayecto.
Ese aroma del cigarrillo me acompañó mañana, tarde y noche. Y no había mejor perfume que humedecerme los dedos y olerlos muy cerca de la nariz. El que fume sabe de qué hablo.
Pero no fui derrotado . Quiero decir que no fue por enfermedad: dejé de fumar cuando comprendí que era una estupidez echar caquitas de colillas tiradas por aquí y por allá, jadear por subir tres escalones y, sobre todo, no poder seguir el paso de na monja sesentona ascendiendo a una aldea en Tamahu.
Las encuestas me prometen que dentro de algunos años seré un anciano sano, de colores manzaneros y andares ligeros.
El humo ha sido un secreto aliado de mis canciones y lecturas. Miles de entradas se escribieron al olor del Ducados. Cientos de películas las he visto a solas en el cine espirando el humo en la oscuridad de un cine Con el tabaco he crecido y también imaginé muchas historias
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