jueves, 14 de noviembre de 2019

DERROTADO, NO VENCIDO.

Durante las épocas de paz, las higueras crecen en las grietas más altas de las casas.

Las he visto entre los sillares de muchas casas de pueblos abandonados, en las murallas de pazos antiguos cuando he andado el Camino de Santiago.

Cuando los años sin guerra convierte lo grande que se construyó  en ruinas, a ellas suben las aves llevando semillas de higuera y de otros frutales en las patas y estos árboles arraigan y luego brotan en mitad de las paredes, en la cima de iglesias derruidas.

 A veces pienso que después de cualquier destrucción a la que el tiempo o la soledad me ha sometido, también los pájaros azules vuelan  hasta los resquicios inaccesibles de mi alma con alas llenas de simiente de flores, las cuales nacerán sobre el humus que haya creado el dolor, y entonces volverá un día de gloria y melancolía.

Recuerda que, a pesar de todo, lo más elegante todavía es la derrota. Te lo escribe uno que está roto en muchos sentidos, que ha sido engañado, que ha tenido que volver a empezar muchas veces. La última hace muy poco.

En nuestra sociedad, los máximos vencedores siempre acaban anunciando sopas de ajo, o una ensalada de tomates de la huerta, regados con aceite de oliva. Así recuerdo a mi padre. Huye del éxito, criatura, porque todo el que triunfa ya ha muerto. Pide sólo lo que Dios quiera, vístete de sencillez  y, apartado del mundo, contempla el mar hasta que tus ojos se vuelvan azules. O sumérgete en el bosque hasta que te conviertas en clorofila.

La vida retirada  es una vid muy dulce que se reserva para algunos escogidos perdedores. Yo soy uno de ellos. 

 Ahora, en Casa Sueiro,  la melancolía se ha convertido en un estanque cuyo espejo refleja la imagen de algunas ruinas de mi vida pasada.

La última gente elegante que ha sido derrotada pero no vencida.




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