viernes, 28 de febrero de 2020

ESTABAN ALLÍ.

En Casa Sueiro, donde vivo, nos gusta tendernos sobre una mesa de piedra, una losa grande, y mirar el cielo.

Galicia tiene muchos cielos. Hay cielos grises, panzudos, acerados, que amenazan tormenta. Nubes oscuras, preñadas de color Atlántico que amenazan con días y días de temporales. Cielos enfadados y gruñones. También  firmamentos que arden, se desploman, dibujan arcoiris, dibujan cosas en las  nubes. Cielos que  queman.

Aquí aprendes a vivir sin azules, sin refugio, con ventoleras airadas, sin protección. 

Si eres nuevo por estas tierras la vida pasa y pesa,  se hace pesada y larga. La música es  ruido de aguaceros y chapas, y piedra.

Esos en los que llamamos luz a una ventanita que brilla allá lejos, futuro a " a ver mañana qué pasa", vivir a mirar por la ventana, esperar a estar en silencio .

Momentos que se hacen eternos. De frío. De noches sin luna, de negrura en el cielo, de palpar en la oscuridad. De "ya escampará" de no entender por qué estás allí. 

Y ocurre en un momento, derrepenete, depronoto, sin aviso ni nada parecido, cuando ya te has acostumbrado, y pasas, aparece alguien que parece que ya estaba, que llega a tu vida y abre con llave. Que encaja sin fuerza, se sienta a tu lado, te da la mano,   ocupa su sitio y, ¡oye!, ¡ qué bien!, ¡ qué agustito! 

Alguien que te acaricia la nuca, que te da paz y todo está cojonudo, que te pone una sonrisa y te hace volver a sentir esos veintiún gramos de alma.


Entonces, levantas la cabeza, miras al cielo y  ves que ahora las estrellas estaban allí.




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