Comencé a andar con mi padre por prescripción de un psicólogo que le aconsejó " agótelo". Mi padre era buen cazador y buen montañero. Así que decidió llevarme de perro por esos montes, y de compañía por esas montañas.
De este modo conocí sendas sinuosas e intricadas que no sabías cómo iban a terminar. O esas que ponían un cartel de " no pasar", y pasabas.
O canchales llenos de piedras que se desplazaban a tu paso, una zancada arriba, tres abajo. O laberintos boscosos, con ramas y espinas, de esas que se te engachaban en la ropa y parecían decirte "¡ quédate con nosotras!" . También aéreos de vértigo. O glaciares de una blancura solar que herían la vista.
O caminos de sol, que hueles tu sudor y te bronceaban la piel.
Sendas sin brújula ni mapa. Pura improvisación y aventura. Andando sin pausa, detrás de la huella de mi padre, sin destino.
Excursiones que acababan en ninguna parte, colgado de un precipicio. Y decías " o todo o nada" , cara o cruz, si salto o freno, sigo adelante o media vuelta.
Después me conduje por autopistas. Y carreteras secundarias.
He tenido tres accidentes de coche. Muy aparatosos, aunque sin víctimas - siniestros totales todos ellos.
Y, al final, ¿sabes?…son las personas las que hacen los caminos. Y ahora quiero sendas con luz, personas con alma, con aire en su paso.
Como mi padre. De esas que cuando te sentía andar detrás de él muy cerca , demasiado cerca, se tiraba un pedo y decía " ¡Suso, a tres metros!" . Que era una forma de respetar su espacio.
Y te enseñaba caminos nuevos, originales, emocionantes y maravillosos.
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