En cierta ocasión hice un viaje al infierno.
Fue en el Raval , donde en compañía de un grupo de chavales de dieciséis años , visitábamos la miseria hacinada en casas apestosas . El dolor es la máxima contaminación que existe en este mundo.
Para llegar hasta ese infierno había que subir escaleras con olor a coliflor, y entrar en habitaciones con colchones con manchas y jeringuillas , con olores a orín , y niños con el SIDA en la cara. Una madre retrasada mental ofrecía sexo a cualquiera que pasase por allí .
Una mujer anciana comía su pan empapado en lágrimas, y rezaba a su Virgencita para que obrara el milagro diario de poder bajar y subir tres pisos sin ascensor.
El párroco de nuestra Señora de la Merced con una sonrisa impasible me comunicó su fórmula para sobrellevar la crueldad humana y salir indemne de cualquier peligro. Ante una situación angustiosa , sea la que sea, "acaricia el dolor. No demuestres asco. Ni orgullo. No juzgues. Mis manos son la esponja que dio de beber el centurión a Jesús. Soy Longinos".
Luego he tratado de aplicarlo ante cualquier adversidad de la vida y a veces he conseguido ser esa esponja . No se trata de un método de fuga, sino de una conquista del espíritu para afrontar la crueldad o la estupidez.
Hasta que un día descubres que la esponja son los demás.
En el campo de la vida miserable a veces parece que vivimos en el infierno , pero en medio de las llamas hay un manantial muy puro que brota de la sonrisa de los niños, de la lucha tenaz de la buena gente , de la mirada de resignación de los agonizantes.
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