Mucha gente piensa que los grandes del mundo son gente con un don
que se les ha concedido una gracia especial, una vocación destinada
al éxito: empresarios, estrellas de rock, deportistas, abogados
eminentes ...
Nos lo han contado mil veces: las biografías de los millonarios
o estrellas de turno, el héroe nace en circunstancias modestas y, en
virtud de su propio empuje y talento, se abre camino a la grandeza.
Nos encantan las historias de “hombres hechos a sí mismos”.
Es mentira. La gente no se eleva de la nada.A quien sí debemos
algo es a la familia y al patrocinio. Tal vez parezca que una
persona lo hizo todo por sí misma. Pero, de hecho, son beneficiarios
de ventajas ocultas, ocasiones extraordinarias y herencias culturales
que le permiten, trabajando duro, aprender.
Sentimos demasiado respeto por los que tienen éxito y demasiado
poco por los que no.
Nos han colado la idea de que el éxito es una función simple de
mérito individual.
A principios de los años noventa, se realizó un estudio en la elitista Academia de Música de
Berlín. Con ayuda de los profesores de la Academia, dividieron a los
violinistas en tres grupos.
En el primer grupo estaban las estrellas,
los estudiantes con potencial para convertirse en solistas de
categoría mundial. En el segundo, aquéllos juzgados simplemente
“buenos”. En el tercero, los estudiantes que tenían pocas
probabilidades de llegar a tocar profesionalmente y pretendían
hacerse profesores de música en el sistema escolar público.
Todos
los violinistas respondieron a la siguiente pregunta: en el curso de
toda su carrera, desde que tomó por primera vez un violín, ¿cuántas
horas ha practicado en total?
En los tres grupos, todo el mundo había empezado a tocar
aproximadamente a la misma edad, alrededor de los cinco años. En
aquella fase temprana, todos practicaban aproximadamente la misma
cantidad de horas, unas dos o tres por semana. Pero cuando los
estudiantes rondaban los ocho años, comenzaban a surgir las
verdaderas diferencias. Los estudiantes que terminaban como los
mejores de su clase empezaban por practicar más que todos los demás:
seis horas por semana a los nueve, ocho horas por semana a los doce,
dieciséis a los catorce, y así sucesivamente, hasta que a los
veinte practicaban bien por encima de las treinta horas semanales.
Resumiendo, que me enrollo, a los veinte años, los intérpretes de élite habían
acumulado diez mil horas de práctica cada uno. En contraste, los
estudiantes buenos a secas habían sumado ocho mil horas; y los
futuros profesores de música, poco más de cuatro mil.
O sea, que si eres un profesor de algo, eres un pringaillo.
Lo más llamativo del estudio es que no se encontraron músicos “natos” que flotaran sin esfuerzo
hasta la cima practicando una fracción del tiempo que necesitaban
sus iguals. Tampoco encontraron “obreros” romos a los que,
trabajando más que nadie, lisa y llanamente les faltara el talento
necesario para hacerse un lugar en la cumbre.
Esto sugiere que una vez que un músico ha demostrado capacidad
suficiente para ingresar en una academia superior de música, lo que
distingue a un intérprete virtuoso de otro mediocre es el esfuerzo
que cada uno dedica a practicar. Y eso no es todo: los que están en
la misma cumbre no es que trabajen un poco o bastante más que todos
los demás. Trabajan mucho, mucho más.
Dicho de otra manera: se lo han currado.
Estudio tras estudio, trátese de compositores, jugadores de
baloncesto, escritores de ficción, patinadores sobre hielo,
concertistas de piano, jugadores de ajedrez, delincuentes de altos
vuelos o de lo que sea, este número se repite una y otra vez. Desde
luego, esto no explica por qué algunas personas aprovechan mejor sus
sesiones prácticas que otras.
Le han echado güevos al tema.
Un ejemplo entre mil.
Cuando los Beatles llegaron a Estados Unidos en 1964, Lennon y
McCartney ya llevaban juntos siete años. En 1960, cuando no eran más
que un conjunto de rock que luchaba por abrirse camino, les invitaron
a tocar en Hamburgo (Alemania). Allí tenían que tocar ocho horas
por noche, siete noches por semana. En poco más de año y medio
habían actuado 270 noches, más de 2.000 horas.
A propósito, el
tiempo que transcurrió entre la fundación de la banda y los que
posiblemente sean sus mayores logros artísticos, Sgt. Pepper’s
Lonely Hearts Club Band y The Beatles [While Album], es de diez años.
O sea, se lo curraron.
Sólo hay una excepción a esta regla de los Grandes Currantes:
los políticos.
Son los únicos que pueden alcanzar altas cotas de poder sin pegar
palo al agua.
Lo expresó mejor que nadie el mayor caradura y vago de todos,
Zapatero, cuando le dijo a Sonsoles, perplejo y alucinado de su
propia mediocridad: ¡si supieras cuánta gente podría ser
presidente del gobierno de este país!”.
¡Acojonante!
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