viernes, 4 de julio de 2014

CURRANTES.


Mucha gente piensa que los grandes del mundo son gente con un don que se les ha concedido una gracia especial, una vocación destinada al éxito: empresarios, estrellas de rock, deportistas, abogados eminentes ...

Nos lo han contado mil veces: las biografías de los millonarios o estrellas de turno, el héroe nace en circunstancias modestas y, en virtud de su propio empuje y talento, se abre camino a la grandeza.

Nos encantan las historias de “hombres hechos a sí mismos”.

Es mentira. La gente no se eleva de la nada.A quien sí debemos algo es a la familia y al patrocinio. Tal vez parezca que una persona lo hizo todo por sí misma. Pero, de hecho, son beneficiarios de ventajas ocultas, ocasiones extraordinarias y herencias culturales que le permiten, trabajando duro, aprender.

Sentimos demasiado respeto por los que tienen éxito y demasiado poco por los que no.

Nos han colado  la idea de que el éxito es una función simple de mérito individual.

A principios de los años noventa, se realizó un estudio en la elitista Academia de Música de Berlín. Con ayuda de los profesores de la Academia, dividieron a los violinistas en tres grupos. 

En el primer grupo estaban las estrellas, los estudiantes con potencial para convertirse en solistas de categoría mundial. En el segundo, aquéllos juzgados simplemente “buenos”. En el tercero, los estudiantes que tenían pocas probabilidades de llegar a tocar profesionalmente y pretendían hacerse profesores de música en el sistema escolar público. 

Todos los violinistas respondieron a la siguiente pregunta: en el curso de toda su carrera, desde que tomó por primera vez un violín, ¿cuántas horas ha practicado en total?

En los tres grupos, todo el mundo había empezado a tocar aproximadamente a la misma edad, alrededor de los cinco años. En aquella fase temprana, todos practicaban aproximadamente la misma cantidad de horas, unas dos o tres por semana. Pero cuando los estudiantes rondaban los ocho años, comenzaban a surgir las verdaderas diferencias. Los estudiantes que terminaban como los mejores de su clase empezaban por practicar más que todos los demás: seis horas por semana a los nueve, ocho horas por semana a los doce, dieciséis a los catorce, y así sucesivamente, hasta que a los veinte practicaban bien por encima de las treinta horas semanales. 

Resumiendo, que me enrollo, a los veinte años, los intérpretes de élite habían acumulado diez mil horas de práctica cada uno. En contraste, los estudiantes buenos a secas habían sumado ocho mil horas; y los futuros profesores de música, poco más de cuatro mil.

O sea, que si eres un profesor de algo, eres un pringaillo. 

Lo más llamativo del estudio  es que no se  encontraron músicos “natos” que flotaran sin esfuerzo hasta la cima practicando una fracción del tiempo que necesitaban sus iguals. Tampoco encontraron “obreros” romos a los que, trabajando más que nadie, lisa y llanamente les faltara el talento necesario para hacerse un lugar en la cumbre. 

Esto  sugiere que una vez que un músico ha demostrado capacidad suficiente para ingresar en una academia superior de música, lo que distingue a un intérprete virtuoso de otro mediocre es el esfuerzo que cada uno dedica a practicar. Y eso no es todo: los que están en la misma cumbre no es que trabajen un poco o bastante más que todos los demás. Trabajan mucho, mucho más.

Dicho de otra manera: se lo han currado.

Estudio tras estudio, trátese de compositores, jugadores de baloncesto, escritores de ficción, patinadores sobre hielo, concertistas de piano, jugadores de ajedrez, delincuentes de altos vuelos o de lo que sea, este número se repite una y otra vez. Desde luego, esto no explica por qué algunas personas aprovechan mejor sus sesiones prácticas que otras.

Le han echado güevos al tema.

Un ejemplo entre mil.

Cuando los Beatles llegaron a Estados Unidos en 1964, Lennon y McCartney ya llevaban juntos siete años. En 1960, cuando no eran más que un conjunto de rock que luchaba por abrirse camino, les invitaron a tocar en Hamburgo (Alemania). Allí tenían que tocar ocho horas por noche, siete noches por semana. En poco más de año y medio habían actuado 270 noches, más de 2.000 horas.

A propósito, el tiempo que transcurrió entre la fundación de la banda y los que posiblemente sean sus mayores logros artísticos, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y The Beatles [While Album], es de diez años.

O sea, se lo curraron.

Sólo hay una excepción a esta regla de los Grandes Currantes: los políticos.

Son los únicos que pueden alcanzar altas cotas de poder sin pegar palo al agua.

Lo expresó mejor que nadie el mayor caradura y vago de todos, Zapatero, cuando le dijo a Sonsoles, perplejo y alucinado de su propia mediocridad: ¡si supieras cuánta gente podría ser presidente del gobierno de este país!”.

¡Acojonante!

No hay comentarios:

Publicar un comentario