Hubo un tiempo que uno iba a galope de sí mismo , sin riendas, bridas ni bocados , estribos y montura. Uno mismo se autoespoleba hiriéndote con las puntas de tus botas.
Después alguien nos embridó, y fueron otros los que clavaron las puntas de sus espuelas , nos tascaron el freno, y la doma se hizo carne.
Alejandro Magno observó que Bucéfalo tenía miedo de pisar su propia sombra. Enloquecía . Así que lo encaró hacia al sol para que no viese su silueta. Así consiguió domarlo. Sin làtigo ni botas con espuelas de seis puntas.
La leyenda decía que quien consiguiera montarlo conquistaría el mundo.
Se dice que " caballo que vuela , no necesita espuela".
Se puede aplicar también a las personas. Tal vez a algunos nos han hecho un flaco favor con herrarnos , y sacar el flagelo del domador.
Hay una educación que deja cicatrices de por vida.
Me gustaría saber de qué armazón interior está mimbrado el interior de Pablo Iglesias. Ese hombre odia, y habla desde el odio, espoleándose a sí mismo, a los suyos, y a los demás, con el mismo furor que Mesala ustiaba a sus caballos.
El odio político, ya lo sabemos, no resuelve ningún problema. La soflama incendiaria huele a casa vieja, a coliflor hervida de otros tiempos.
Antes , en las corridas de toros , el respetable, fuera de sí, gritaba desaforado "¡más caballos!, ¡más caballos!" . Levantaban las botas de vino , borrachos de furia, mientras varios pencos con las vísceras al aire garreaban coceando al aire sus últimos estertores en la arena.
Y por plaza iba espoleando los bajo instintos de la masa, Pablo Iglesias , como Manolo el del bombo.
Esa es toda la estrategia de este hombre.
EN LO SECRET0: LO ÚNICO QUE IMPORTA.
Un tal Manuel Vicent te ha hecho un copi pega en la contraportada de un diario de tirada nacional del domingo pasado.
ResponderEliminarDeberías mandarle a tus padrinos, o en su defecto vamos el Toi y yo.
Y poner orden.
El. Cortipegui, es mio
Eliminarme gusta a Vicent
Tranquilo, somos de los que sabemos que al glosar al valensiá del Vicent, le homenajeas.
ResponderEliminarEl calvete tiene estilo propio; ilustremos con un ejemplo.
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El día que me asesinaron, los conocí.
Uno era un fotógrafo sevillano, y el otro un albañil de La Corte.
Por las venas de ambos corría sangre musulmana, visigoda y filistea; unos toques griegos y una pizca de romana, hacían de que de sus entrañas resurgitase el producto nacional bruto: odio en estado puro.
Llegaron al huerto de mi casa saltando una tapia, al viejo estilo de los bandoleros de Sierra Morena. En sus cintos portaban sendos cuchillos de caza, los mismitos con los que sus tatarabuelos habían degollado a las tropas del Emperador Napoleón.
Supe que era el último día de mi vida, pues en el brillo de sus aceros se escondía la venganza trapera dormida durante mil años de mezclas de razas.
Unos cabroncetes.
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Con la escusa de no se qué copia y pega, y enarbolando la oscura bandera de una mal entendida fidelidad a un tal Suso, los muy animales desataron sobre mí el mismísimo Infierno de Dante.
No eran sus manos las que me asestaron las treinta cuchilladas, sino las de los cabrones de sus ancestros.
Mil años de venganzas, desafíos y traiciones, no se olvidan con facilidad.
Ellos seguramente eran buenas personas, respetuosos maridos, entrañables padres y ejemplares conciudadanos; pero al igual que los toros bravos de esta piel que pisamos, se enardecían con el olor a sangre, ardían con el odio que llevaban encriptado en las revueltas de su ADN español.
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Me dispuse pues a morir; pues el ataque a traición y el cobarde factor sorpresa, así lo determinaba.
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Agonicé entre los almendros de mi huerto, siendo mi último estertor empleado en insultar a los dos asesinos. Las tradiciones hay que mantenerlas.
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Vi una luz brillante, fogosa, semejante a una divinidad etrusca. Luego aparecieron las Sibilas y un coro de sirenas sicilianas, todas ellas ataviadas con lienzos de lino de una blancura divina.
Las oí entonar viejas melodías fenicias, que me hicieron recordar el sonido del útero de una ballena azul al parir.
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En el fondo no les guardo rencor a ese par de cabrones que me asesinaron.
Si lo pienso bien, me arreglaron el día.
O al menos, me lo mejoraron.