Recuerdo el primer retiro espiritual que hice en la Quinta Julieta, una casa de ejercicios que tenían los jesuitas en Zaragoza.
Lo impartió el padre Martínez Bres,un sacerdote de la orden de san Ignacio experto en torear en esas plazas.
No se me olvida la minuciosa descripción de la que sería mi propia muerte , los estertores de la agonía, la putrefacción del cuerpo que sería pasto de los gusanos, y el merecido castigo del fuego eterno que habían dejado el terror consolidado para siempre en la nuca de mi alma.
Y como "cada espina de la corona que clavaron a Jesús la habías empujado tú con tus pecados".
Crecí atormentado , volcando mi rebeldía contra ese miedo. Porque yo no quería ser así.
Hay que imaginarme con el rostro plagado de acné arrodillado en las decenas de confesionarios de la ciudad de Zaragoza , confesando mis pecados con un sacerdote de voz atiplada , mientras vertía en la oscuridad mis malos pensamientos y las faltas de la carne, mal nombradas y susurradas. Cada vez que me atascaba, frenado por la vergüenza , el padre me daba un bofetadilla cariñosa y me animaba a seguir , como quien espolea a un potro que rehúsa saltar el obstáculo.
Salía muy contento de allí, pero sabía que, una vez perdonado, volvería a caer y después sería roído de nuevo por el remordimiento.
Era como la pelota que lanzas desde la altura y al sentir el suelo , rebota, y vuelve a subir , rechazando el barro. Pero, ¡ay!, subes a menos altura, y vuelves a caer, hasta que chocas de nuevo con la realidad del suelo, y vuelta a ascender...
Y así siempre. Ése fue el légamo cenagoso del que después he intentado huir toda mi vida.
Venía de unos padres profundamente católicos, con una fe también atormentada. En la quesera de mi subconsciente la yogurtera era ácima y amarga.
Después conocí otra fe, otro Dios, otra forma de amar. Pero, bueno, allí sigue agazapado todo el aluvión de limo podrido que en mi alma se había posado en el colegio de El Salvador, en casa de mis padres , en los clubs juveniles , y que se desborda desde aquel lejano confesionario de la adolescencia a las páginas de "El Barullo", que no es sino el cuaderno de bitácora de un pobre hombre , navegante en el asfalto, que encuentra Ítaca dentro del vertedero de mí mismo.
Te diré un secreto . Tu vida es una montaña que debes ascender poco a poco, pero por la cara norte. Es muy posible que personas que te han querido, y que tú has querido , se hayan despeñado al conocerte en esa ascensión.
Solo he ascendido dosmiles y sin entrenamiento parecia morir . Y he tenido la suerte de encontrar en esas mini ascensiones gente de ocho miles con historias idénticas que me animan a los ochomiles y al cielo si es necesario, pero con ellos
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