¡Cuánta gente se disfraza y se adorna buscando aparentar!
En Guatemala era frecuente ver peña con dientacos de oro en la boca, y la razón era darse importancia.
Recuerdo que aquí, cuando era crío, había quien se daba pisto usando molares de oro, o de plata, algo ridículo.
En Lérida conocí uno , no diré el nombre ni bajo tortura, que se colocó una prótesis en el pene que constaba de tres componentes: un reservorio, dos cilindros y una bomba, conectados entre sí por medio de tubos. El depósito hidráulico se lo implantó bajo los músculos abdominales y detrás del pubis. Los cilindros se los implantaron en los cuerpos cavernosos del pene, y la bomba se coloca en el escroto, entre los testículos.
El tío estaba en permanente estado de posición de saludo, a sus órdenes,¡ya!.
Y así le fue. Tuvo que ir a urgencias al Arnau, y el médico de guardia , al ver el zipostio aquel, le preguntó quién cojones le había hecho eso:
- En una clínica de Barcelona.
- ¡Pues que se lo arreglen allí, que yo soy médico, no mecánico!
Todas las apariencias humanas , las que sean, títulos, honores, distinciones, posición, dientes de oro, o pichas hidráulicas, son como juguetes, tonterías horteras y vistosas con las que se visten los hombres de un modo ridículo y grotesco. Incluso aunque se hallen al borde de la muerte. Tiene gracia observar como estrechan amorosamente una condecoración en su pecho , con un brillo de vanidad en los ojos, condecoración que dentro de unos días colgará del cuello del difunto banquero, político, empresario...
Toda esa fascinación de lo inútil es de las cosas más divertidas que se pueden ver en esta vida. ¡Y nos reímos de los pobres indios que cambiaban oro por baratijas!: ¡todo son baratijas!
Recuerdo cuando vino Benedicto XVI a España, en la Misa para las familias, esa primera fila con
Emilio Botín del Santander, González del BBVA, aceitera, aceitera, con sus sombreros de paja, obscenos como ladrones fenicios en el Templo, orondos, restregándose las manos samaritanamente pensando en el oro recaudado por obispos porcinos.
Sin embargo, ¿por qué el recuerdo de la muerte de Manuela me empapa para siempre de una piedad pura y sin engaño?. Porque Manuela se fue desprendiendo poco a poco de toda vanidad y terminó despidiéndose con todo el amor.
- ¿Tienes miedo?- le preguntó mi cuñada horas antes de dejarnos.
- Tengo pena- fue su contestación.
Para ella éramos un símbolo por el que respiraba el amor en su despedida.
En cambio los juguetes de esos banqueros, empresarios, o propietarios de tiendas de ropa exclusiva, son sustitutivos de un dios pequeño, una idolatría blasfema y ridícula. El aborto de un símbolo, algo endurecido, una apariencia sin transparencia.
Y eso hace mucha gracia, y da mucha pena: como la exhibición de los enanos y gente deforme en los circos antiguos.
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