sábado, 15 de junio de 2019

EL INDIO.

Cuando era pequeño me pasaba horas a solas en casa jugando con  muñecos de indios, vaqueros, y ejércitos de soldados yankees.

Eran unas pequeñas piezas de plástico, con una base gris que permitía sostener al combatiente. El resto lo ponía la imaginación.

De  las sábanas, ideaba montañas, valles, desfiladeros, y perdía el sentido con guiones absolutamente desquiciados.

Pero siempre terminaban igual esas batallas: ganaban los indios.

Me daban mucha pena, la verdad.

Había uno de ellos que, en fin, de ser en la vida real, el pobre no hubiese durado diez segundos: tenía una pierna mordida (yo era un niño nervioso, de los que se comen las uñas, los pellejos de los dedos y mordisqueaba los tapes de los bolis).

A ese indio le había pegado una buena soba de mordiscos, y el hombre estaba con una pierna bastante jibada. Además, tampoco tenía arco, aunque sí la pose de disparar una flecha.

Y, para colmo, tenía las piernas inmensamente arqueadas, pues el caballo que debía galopar nuestro sioux por las praderas a saber dónde cojones estaba. Y en qué situación.

A ese indio, no me preguntéis la razón, era al que peor trataba: se caía por barrancos, le zumbaban a gusto los yankees, le disparaban desde los carromatos y caía mordiendo el polvo...¡pero al final siempre ganaba!

Siempre es siempre. Ganaba, además, cuando todo estaba perdido. Era fácil: lo cogía con mis dedos, y con ruidos guturales que acompañaban la hazaña, el cojo, manco, y jodido indio, se liaba contra todos, repartía guantazos a diestro y siniestro, se montaba sobre el caballo del mismísimo general Custer y, encima, se largaba con la bella Lucy, la hija de Cawright, el dueño de la Ponderosa.

Así fue, hasta que un día caí en la cuenta que eran muñecos, y me fui con otros indios, otros carromatos, otros Custers, y otras Lucys.

Ese cambio fue muy duro, porque esos no se dejaban.

Muchas veces he pensado si Dios no será así: un Señor que juega sobre una sabana a indios y vaqueros, y que , no se sabe por qué, le zurra más, al que más quiere.

Pero al final siempre gana el pobre indio.

Pienso en gente enferma . No se merece lo que está pasando. Nadie entiende las razones de todo esto.

Son las seis de la mañana, y le pido a Dios que se acuerde de mi pobre, triturado, mellado indio.


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