viernes, 24 de enero de 2020

CARLOS.

Cuando visité a mi padre por última  lo encontré sedado e inconsciente. El médico le había recetado una bomba de morfina de la que no saldría con vida  - " el doctor es muy generoso con las dosis", dijo la enfermera que le atendía.  

Cabeceaba , como si quisiese despertar . Le acariciaba la frente, y ese hombre parecía   divisar la muerte como una bahía azul desde lo alto de la cama envuelto del cariño y respeto de sus hijos. Su rostro reflejaba una  extrema dulzura  mientras la memoria , así me gusta pensarlo, se poblaba de seres amados, canciones  y risas felices.  

Probablemente mi padre hubiese preferido un poco menos de generosidad por parte del  oncólogo a cambio de unas horas de dolor consciente junto a sus hijos. Porque no pudimos despedirnos. como ese hombre merecía.  Poderle decir al oído " ¡ te vas a la aventura!, ¡ buen viaje!" ", que es la frase que a él le gustaba repetir cuando éramos críos : "  vamos a la aventura!".

Mi padre poseía la inocencia de los pobres y la naturalidad de los animales ante la muerte. Y pienso que no necesitaba ningún chute que le llevara a la caravana de elefantes blancos cargados de joyas que, dicen a la hora del trance supremo descienden hacia la bahía azul de la muerte. 

La serenidad y la sabiduría que alcanzó  al final de su vida hasta la séptima cara del dado, la vivió lleno de dignidad, sintetizando en su corazón , el amor y  Dios ,  la muerte y el  campo, la vida y su huerta, tan primorosamente atendida,  una imagen de  exquisita belleza unida a la oscuridad que se funde con la luz más cegadora.


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