Cuando visité a mi padre por última lo encontré sedado e inconsciente. El médico le había recetado una bomba de morfina de la que no saldría con vida - " el doctor es muy generoso con las dosis", dijo la enfermera que le atendía.
Cabeceaba , como si quisiese despertar . Le acariciaba la frente, y ese hombre parecía divisar la muerte como una bahía azul desde lo alto de la cama envuelto del cariño y respeto de sus hijos. Su rostro reflejaba una extrema dulzura mientras la memoria , así me gusta pensarlo, se poblaba de seres amados, canciones y risas felices.
Probablemente mi padre hubiese preferido un poco menos de generosidad por parte del oncólogo a cambio de unas horas de dolor consciente junto a sus hijos. Porque no pudimos despedirnos. como ese hombre merecía. Poderle decir al oído " ¡ te vas a la aventura!, ¡ buen viaje!" ", que es la frase que a él le gustaba repetir cuando éramos críos : " vamos a la aventura!".
Mi padre poseía la inocencia de los pobres y la naturalidad de los animales ante la muerte. Y pienso que no necesitaba ningún chute que le llevara a la caravana de elefantes blancos cargados de joyas que, dicen a la hora del trance supremo descienden hacia la bahía azul de la muerte.
La serenidad y la sabiduría que alcanzó al final de su vida hasta la séptima cara del dado, la vivió lleno de dignidad, sintetizando en su corazón , el amor y Dios , la muerte y el campo, la vida y su huerta, tan primorosamente atendida, una imagen de exquisita belleza unida a la oscuridad que se funde con la luz más cegadora.
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