lunes, 13 de enero de 2020

LA MOSCA.

Estaba apunto de dormir la siesta,  desmayado y acariciado por el sol de invierno.  Los párpados pesaban. Un segundo antes de caer vencido por el sopor, la vi. Era una mosca .

Subía y bajaba el cristal buscando una salida. Terca y pertinaz, ascendía y descendía aquella rampa de vidrio inmaculado palpando el terreno, explorando cada milímetro y midiendo aquel mar transparente . La mosca veía la vida al otro lado de aquella prisión .

Me dio pena. Ella no podía comprender que lo que parecía aire libre no era sino una trampa . Al otro lado de aquel continente se hallaba la luz incandescente de la tarde, el jardín de Casa Sueiro, flores y arbustos. 

De vez en cuando, se quedaba inmóvil. Y,  al igual que yo,  veía pasar volando libres las aves y las gasas  de alguna nubes , pañuelos que nos saludaban. 

Aquel animal del que hasta entonces solo me había preocupado por su molesta presencia mientras comía o trataba de descansar, me dio lástima. Me apenaba verlo sufrir de ese modo. Me lo imaginaba agotado por tanto ajetreo buscando el rostro de la libertad que veía a un centímetro pero que no podía besar.

Me levanté y abrí la ventana para que la mosca pudiera vivir su vida. 

Pero aquella obstinada criatura seguía allí  una y otra vez intentando traspasar su sueño imposible. Traté de empujarla con la mano hacia el vacío, pero el, despreciando mi ayuda, cada vez con más ahínco, trataba de cruzar el cristal. Debí enloquecer porque hasta le hablé. Me sorprendí a mi mismo animándola: «Por aquí, mujer, por aquí...». Ni caso. Me di por vencido. 

Regresé a mi siestecita. Comprendí entonces lo que esa mosca me decían a gritos. Que yo era el prisionero. El que estaba al otro lado del mundo libre. 

No se equivocaba. Yo también estoy intentando , vana y estúpidamente, atravesar el cristal de esta vida que  me habla de ti, que estás al otro lado.





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