La violencia es fascinante. Nos gusta
que nos provoquen mostrándonos personas en estados excesivos y
dejándose llevar del furor de sus pasiones.
La figura de un Borbón envejecido y
rijoso en brazos de amantes rubias y pijas que se nos muestran con
pulseras de millones de leuros, o de un Urdanga que no es más que
un vulgar chorizo que no duda en robar simulando sentimientos
altruistas, o de un Bárcenas estafador, o Garzón junto a la
Krisner, babeando en botox, o Camps recibiendo piropos obscenos de
Correa...todo tiene algo de esa violencia.
Todas las grandes novelas hablan de lo
mismo: sexo, amor, muerte, celos, violencia, venganzas,
traiciones...y cuando la realidad supera la ficción, nos fascina
más. Un Juan Carlos como el rey Balduino es un coñazo. Nos gusta
ver a nuestro rey a calzón quitado, como un Enrique VIII de medio
pelo buscando donde meter la pilila en Bostwana.
El otro día me comentaron de un
conocido que se había separado. Es el caso de la típica persona que
por nada del mundo imaginarías que se iba a separar. “Éste no.
Imposible”. Nadie hubiese apostado por ello. Y eso , precisamente,
le daba un algo violento a su caso: cuatro hijos, buena persona,
hombre ejemplar, sembrador de paz y de alegría...y , derrepenete,
depronoto, se lía con una señora, también separada, con dos hijos.
Hay algo violento en esos casos donde
no esperas que en ese paisaje puedan aparecer trazos que rompen
toda la armonía que se nos mostraba.
Sin embargo, es muy probable que aquel
hombre, todo mansedumbre, llevase muchos años soportando esa
violencia de una manera interior, que al final ha explotado saliendo
por alguna fisura, rompiendo con todo, como un volcán a presión...el
tiempo nos dará razón de su decisión.
Yo, de momento, me pongo a su lado,
pues esa violencia me resulta tan extraña, como a él mismo.
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