sábado, 5 de diciembre de 2020

EL HUMO DE LAS VELAS

Madrugaba los domingos para asistir a  misa  de  nueve a la parroquia de santa  Engracia, en Zaragoza. Oficiaba de monaguillo. Tendría unos doce o trece años.


No era la piedad la que movía mi asistencia a la Eucaristía. Era una chica, morena, menudica, delicada como un petalico de rosa.


Recuerdo el sacerdote , una vocación tardía que se llamaba don Alejandro. No sé qué tienen las vocaciones tardías que tienen cara de eso, de vocación tardía. Y ese altar iluminado por los cirios, el olor a incienso en la cripta de "Los innumerables mártires", que resultó que de innumerables, nada.


La oscuridad  de las naves laterales, el tibio calor del templo, el tacto de la madera en los bancos. Toda la cripta  estaba cubierta de ábsides  iluminados  por lamparitas  eléctricas  que parpadeaban tristes y rojas.


Un día don Alejandro me dijo que había llegado "al humo de las velas". Sé lo que significa esa expresión, pues me chiflaba apagar  las velas con un caperuzón,  y  sentir ese olor denso, inolvidable. 


Llegar al humo de las velas era no haber ido a misa o haber entrado en el templo cuando el sacerdote volvía a la sacristía. 


Y, sí, me piré la Misa de 9 porque no estaba esa chica , ya perdonaréis no saber su nombre, y anduve dando vueltas a la Iglesia por ver si me cruzaba con ella. Uno era así, y creo que sigo siendo así.


Por aquellos años   falleció un compañero de clase. Aquello me impresionó mucho. Uno no sabe que se puede morir a los trece años. Padecía del corazón y no podía subir las escaleras ni hacer ejercicio físico. Tenía un aspecto cianótico que delataba la grave enfermedad cardíaca que padecía desde su nacimiento.


El pobre chaval  nos veía con envidia jugar al fútbol en la campa de la escuela, mientras él permanecía sentado en la escalera. Apenas participaba en nuestros juegos, que eran las canicas, la peonza y las chapas, cuando no tirarnos piedras a la cabeza, que era lo más divertido.


Asistimos toda la clase a su  funeral.  Creo que fue la segundas  vez que vi  un féretro. La primera fue un jesuita  , el padre Celma.


Y, curiosamente, lo que más  me impresionó fue el  recuerdo del  olor al humo de las velas.


También él había llegado a su particular "humo de las velas".



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