Vuelvo a Zaragoza unos días.
Cuando ando recuerdo.
Me gusta pasear por estos paisajes y darle vueltas a la vida que fue.
A veces me quedo sobrecogido cuando entro en lugares donde había pasado muchas tardes hace más de 40 años, y tengo la impresión de que todo està exactamente igual que entonces.
Las mismas mesas, las mismas estanterías, los mismos libros, los mismos ventanales, el mismo olor.
También los edificios, jardines, incluso nombres de bares.
Ha permanecido intacto, a la espera de que el azar me volviera a conducir al punto exacto en el que una tarde escribí una canción de amor mientras en el exterior se escuchaba la bulla de la estación.
Han pasado 43 años, pero ese momento seguía flotando en la atmósfera de aquel lugar como algo tangible, como una sensación más real que el presente huidizo que fluye como la arena de un reloj.
Hasta que un día el pasado irrumpió con una fuerza que me dejo anonadado. Me sucede con frecuencia ese reencontrarme con un pasado hoy, ahora.
Momentos y vivencias que yo había olvidado emergen con un impulso incontenible, generando en mí una sensación de felicidad y desolación.
Esa imposibilidad de dejar atrás el pasado es seguramente el trasfondo en el que se ha ido desarrollando mi vida. Siempre he tenido la intuición de que lo que me sucedía en el presente estaba ya previsto en los lejanos días de mi infancia y adolescencia.
Como si fuera imposible huir de un camino trazado en un tiempo remoto.
A veces pienso que la vida no ha sido para mí una progresión hacia el futuro sino una regresión hacia el pasado. Conforme ha ido avanzando el calendario, he ido retrocediendo hacia los orígenes, como si todo estuviera ya escrito por una mano invisible en el momento de nacer.
Leí una vez en un libro de Javier Reverte sobre Irlanda, un aforismo que me gustó mucho «Nadie tiene derecho a quejarse porque está envejeciendo, porque a muchos les ha sido negado este privilegio».
¡ abrígate maño!
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