viernes, 6 de mayo de 2022

LA LUPA.

Aquí, en Galicia, hay muchísima gente que ha emigrado. Cuando llamo desde la Cruz Roja a personas mayores, muchas viven solas, es rara la  que no ha vivido en Uruguay, Venezuela, Argentina.


Una familia que emigra, con frecuencia,  es un espejo roto. Un hogar remendado, un trozo aquí, otro allá. Familias desmenuzadas y arrastradas por el viento de la necesidad. El dolor, como un liquen, extiende su manto pálido. Una familia que se busca la vida no tiene nada más allá de la piel, su última e indiscutible frontera. Las manos entrelazadas , soñar que volverás. 


Se nos está olvidando de dónde venimos. Las  huellas de esta gente son su testimonio mudo. Sus huellas deberían ser atronadoras, deberían sacudir nuestras conciencias,  hacernos temer por nosotros mismos:  porque nadie está a salvo del naufragio


Porque si algo me ha enseñado la historia es que el infierno es un animal que remolonea y busca alimento en cualquier puerta. Y está muy cerca. Este verano mis sobrinos vinieron a casa a pasar unos días. Les acompañaba una chica de dieciocho años, ucraniana, que les ayudaba con las niñas. Su función era hablarles en inglés.


Hoy esa chica está en tierra de nadie. Iba a regresar a Kiev, y se ha tenido que quedar.


Pero aquí estamos, viendo por televisión un desfile de arena, con el corazón a buen recaudo. Miles de familias que huyen con silencioso estruendo, siempre hacia puertos de niebla.


No tenemos solución para lo que está sucediendo en este mundo. No podemos hacer nada. Esa nada se hunde en la conciencia como una astilla que se encona en la uña.  ¿ Qué hacer? ,  llorar, aunque sea hacia dentro. Valorar lo que tenemos. Esos tristísimos y fríos consuelos. 


Una mañana, en Tamahú, encontré en la iglesia una indígena con su niño en brazos. Me impresionó su mirada atenta y fija en el sagrario. El niño, un bebé, dormía. Parecía enfermo. Esa mujer estaba rezando. Y de qué modo. Sola. No se movía. 


La fotografié. Ni se dio cuenta. Yo estoy seguro que no he rezado así en mi vida.


Todos los niños son el mismo niño, la inocencia es una. Me gustaría decir que el mundo es uno, también, que todos bailamos con  más o menos gracia  en la misma plaza. Pero son ganas de convencerme a mi mismo. Vivimos un tiempo terrorífico. No sé si existe el mal, el diablo como personificación , pero sí creo en un egoísmo blindado. Un egoísmo que es huésped áspero y silencioso dentro de todos nosotros. Uno de esos invitados que creemos que no están, pero que chistan severos cuando el ruido del amor a los demás es demasiado alto.


Sí, soy muy egoísta. Una gusanera de yos que salen de mi corazón como  esos quesos Casu Marzu de Cerdeña, que están   infestado de larvas vivas de moscas.  


¿ Tú piensas que no eres egoísta? ¿ No te ves  la enorme lupa que nos regalaron al nacer con el único propósito de que nos miremos el ombligo hasta el día de nuestra muerte?



 



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