En diciembre cumpliré 65 años. Si la vida son dos días, yo ando sirviéndome una copa de cava bien fresquita para desayunar. Con un buen café , bien cargadito, y melón con jamón . Estoy en la mañana del segundo.
Ese desayuno me lo recomendó un sibarita que sabía mucho. Y es un buen consejo.
Hay vidas que caen en lunes y martes. Vidas tristes, como de funcionarios, desapacibles, lánguidas como un bostezo. Hay vidas de viernes, con su expectativa, su cosa de víspera , y luego esa explosión de júbilo en la noche final. Mi vida, al menos hasta hoy , es de viernes y sábado. Entusiasta , muy divertida, bastante loca en su primera mitad. Luego una pequeña bajada en el columpio , ligero, familiar; y al atardecer un nuevo resurgir para acabar arriba de nuevo, disfrazado de todos los hombres que fui.
Pero temo, vaya si temo, que todo se dé la vuelta y termine muy malamante.
Envejecer por fuera es terrible, pero joder con ese envejecer por dentro. Las canas, la tripa, los dolores de espalda, la dentadura ... pues mira. Se llevan. Pero qué jodido es el avinagramiento interior. Ese refugiarse cada vez más en lo oscuro de tu mala conciencia. Nuestras entrañas son negras. Sin luz no hay color. Sin color todo es noche. Esa pose de estar de vuelta de todo.
Ocultar que seguimos siendo unos inmaduros, temblorosos como un flan. Que ni el Opus Dei, ni las hipotecas, ni Manuela, ni los jefes, ni los cientos de usties que la vida tenía reservadas para nuestras sonrosadas mejillas, han logrado curtir nuestra personalidad.
Solo amaestrarla un poco, apenas nada, adaptarla a la rutina. Hacer como que sabemos a dónde vamos sin sospechar, siquiera, a dónde nos lleva el próximo cruce. Seguir. El único verbo que resume la existencia humana: seguir. Seguir con miedo, a ver qué pasa.
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