domingo, 25 de abril de 2021

NO SE LO DIGAS A NADIE.

 Es que no aprendo.


Lo típico. Me  susurra un amigo, conocido, saludado (que no sé qué es) , una confidencia con la coda final de “oye, esto, entre nosotros”.

Y, para qué mentir, lo he contado . Sé que  no se conocen entre sí  este colegui y el otro, pero añadí la coletilla  a mi nuevo confidente  " no se lo digas a nadie , si lo haces diré que es mentira".

Será  cuestión de días que el cotilleo  sea patrimonio de medio centenar de personas.

¿Por qué somos así?

Me tiró piedras sobre mi tejado pero  sé, y tú , amigo lector , también lo sabes, que la mejor fuente de información son las personas que han prometido no contárselo a otras.

¡Cómo somos!: casi siempre necesitamos un testigo a quien confiar aquello que no debe saberse.

Compartimos  con el amig@, o conocid@, o saludad@,  nuestros secretos . Puede ser muestra de amistad y confianza. O  no. Hay quien cuenta su vida a quien pasa por allí.  Da igual:  con ello cargamos en el otro una responsabilidad que no ha elegido tomar desde el momento en el que decimos “¿podrás guardarme un secreto?”.

Lo que yo he aprendido es  que aunque nos juren confidencialidad  la probabilidad de que el pájaro del secreto escape de la jaula es altísima.

La verdad  es que cuesta encontrar temas de conversación excitantes en una pareja, en un grupo de amigos o en el entorno familiar. Por eso es fácil que en una velada aburrida, tras la segunda cerveza o copa de vino, salte el clásico “si te cuento algo gordo, ¿puedes guardarme el secreto?”. En estas tertulias hay auténticos expertos de la coña. 

Pero  hay temas que no son de  broma. Hay confidencia  que pone en una difícil situación moral a quien la escucha. Por ejemplo, si se es amigo de una pareja y uno de ellos nos cuenta una infidelidad. Es asunto muy delicado que  puede llevar a abrir la caja de los truenos.

Es de Beethoven la sentencia  “no confíes tu secreto ni al más íntimo amigo; no podrías pedirle discreción si tú mismo no la has tenido”

También está el provocador, o provocadora de   sinceridades. Son gente que pregunta a bocajarro , a veces  llevado de un abuso de su amistad. Ayer  me crucé con un exalumno y me preguntó  por una  una cuestión de mi vida  muy delicada. Me sentí violento.

- Conste que  me lo has  preguntado tú. Te voy a contestas  la verdad , y pienso que no estás  preparado para oírla.

Efectivamente, no lo estaba.

Con el tiempo uno aprende que  somos un animal social que necesita involucrar a su clan en las decisiones que toma, ya que la aprobación del círculo íntimo le resulta vital. También revelamos lo inconfesable, sobre todo en asuntos frívolos, por el morbo de poder contarlo. Es más, sabemos que ciertas proezas tienen como principal objetivo ser contadas. Y lo sabemos  porque tampoco son para tanto. ¡Nos parecemos tanto!

De todas formas, hay temas de enjundia. Un secreto es una prueba de amistad que, si no superamos, repercutirá negativamente en la confianza de quien nos lo ha contado. Si por nuestro carácter somos incapaces de guardarlo, es mejor decirlo de entrada.

Antes de revelar una confidencia de otro, debemos medir las consecuencias que puede tener para esa persona. Hay que distinguir una anécdota simpática e inofensiva de algo que comprometa gravemente al otro.

Una experiencia: jamás transmitas una confidencia por mensaje de texto. El destino de todo mensaje interesante es ser rebotado a los destinatarios más inesperados. Guardo unos mensajes cruzados entre el director de Recursos Humanos y el Director Comercial de mi anterior empresa ( el de RRHH  cometió el error de contestarme en línea con los recibidos). Se refieren a mi. Uno de ellos mentía gravemente sobre una cuestión que el otro ignoraba. 

En fin. Se demostraba la hijoputez del director comercial de u na manera palmaria. 

La inocencia  también puede ser  culpable. Se cuenta de un sacerdote que  fue festejado en sus  bodas de oro. En los postres llegaron los brindis. Cerró el  presbítero contando  una anécdota:

- Doy muchas gracias a Dios por estos maravillosos años. Recuerdo perfectamente como si fuese hoy mi primera absolución. Fue la de un joven que se había confesado de asesinato de una novia que tuvo. Yo, sacerdote joven,  sentía la grandeza del sacramento del perdón en aquella alma atribulada.

En ese instante , entró en el comedor un invitado tardío. Alegría de todos los que le conocían. 

- Padre, ¿no se acordará de mi, pero yo jamás le olvidé. Yo fui el primer penitente que usted  escuchó en ¡confesión!

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