Esta foto es de un pobre chaval, apenas quince años, con su uniforme militar, su capote. Las tropas americanas han tomado Berlín . Llora desconsolado. Llora como lo que es, un niño. Este niño de la guerra no ha sobrevivido a los grandes ideales.
Todo se ha venido abajo. El chaval fue incorporado a la trituradora ideológica ofreciendo su alma a un hombre del que hizo un dios antes de darse cuenta de quién era el diablo. Seducido , quizás obligado, fue una víctima. Adoctrinado hasta lo indecible, coaccionado, intimidado, despojado de sus infancia y adolescencia, arrebatado de su hogar, entregado a menudo por sus mismos padres al ogro de la esvástica.
Jóvenes como este fueron utilizados por los nazis, que los convirtieron en sujetos de un atroz experimento social, reservorio de sus ideas abominables y, en última instancia, en carne de cañón para su guerra con el mundo.
Hoy la historia se repite.
Nuestra mirada se posa sobre esos jóvenes a menudo con una desasosegante ambivalencia. Nos espantan y repelen las imágenes de multitudes juveniles vociferantes entusiasmadas ante el líder, alineadas , con miradas de arrobamiento, cantando con endemoniada pureza.
Todos los días la terrible metáfora del Flautista de Hamelin se vuelve a cumplir : ninguno de esos niños volverá a ser feliz el resto de su vida.
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