lunes, 12 de septiembre de 2016

UNA VISITA AL MUSEO

Ayer  visité  el Museo Nacional de Cataluña. Paseando por sus salas  hay una  belleza  que conmueve. He nacido Zaragoza  y estoy condenado a ese fulgor de estaño: creo que el cielo es un Pantocrator lleno de vida y color. Y esas vírgenes con niños que parecen tener todos síndrome de Down   remiten a la inocencia pura del alma. Es curioso, se me aparece Dios con el arte , en cualquier esquina del Museo. También cuando como esas banderillas  de anchoas que sirven en el Tubo en Zaragoza  envueltas en la luz de aceite de oliva. 

En  este Museo  la verdad no habita en el cerebro de nadie. Sólo está en la superficie de las cosas bien hechas y, no obstante, resulta una labor muy ardua descubrirla. ¿Acaso Dios es un ente distinto al  misterio de  la luz  que se encierra en esas paredes?.  Cada sala  te ofrece una ráfaga de inmortalidad: ayer la encontré en los ojos de unos cuantos retratos. Y en una miniatura  de alguien que  toca el laúd. 

Es una obra maestra concentrada  : como si fuese un  gran reserva.

Una  pareja delante de mi contempla abrazada una tabla medieval . Ellos  quizás no lo saben pero, en este momento, Dios  bendice ese amor  desde  la tabla.

Después  me tomo un aperitivo. Un camarero lo lleva en la bandeja bajo el entoldado de  la terraza de este bar de las Fuentes de Montjuich. También Dios va dentro de una  cerveza y unas olivas . No hay que morirse todavía. Quedan algunas rosas por oler, algunos garitos que visitar, distintas regiones de otras almas para explorar, y mientrasexista una mochila de cuero , uno siempre podrá huir.  

Sentado en el bar  leo el periódico. A mi alrededor pasan  familias enteras con   banderas esteladas. Es  la Diada. 

Le pido al camarero otra ración de anchoas para que me estalle Dios en la lengua otra vez cerca de las Fuentes.

Si el éxito de un museo no están en que la gente vaya, sino en que regrese, aquí volveré.


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