Ayer visité el Museo Nacional de Cataluña. Paseando por sus salas hay una belleza que conmueve. He nacido Zaragoza y estoy condenado a ese fulgor de estaño: creo que el cielo es un Pantocrator lleno de vida y color. Y esas vírgenes con niños que parecen tener todos síndrome de Down remiten a la inocencia pura del alma. Es curioso, se me aparece Dios con el arte , en cualquier esquina del Museo. También cuando como esas banderillas de anchoas que sirven en el Tubo en Zaragoza envueltas en la luz de aceite de oliva.
En este Museo la verdad no habita en el cerebro de nadie. Sólo está en la superficie de las cosas bien hechas y, no obstante, resulta una labor muy ardua descubrirla. ¿Acaso Dios es un ente distinto al misterio de la luz que se encierra en esas paredes?. Cada sala te ofrece una ráfaga de inmortalidad: ayer la encontré en los ojos de unos cuantos retratos. Y en una miniatura de alguien que toca el laúd.
Es una obra maestra concentrada : como si fuese un gran reserva.
Es una obra maestra concentrada : como si fuese un gran reserva.
Una pareja delante de mi contempla abrazada una tabla medieval . Ellos quizás no lo saben pero, en este momento, Dios bendice ese amor desde la tabla.
Después me tomo un aperitivo. Un camarero lo lleva en la bandeja bajo el entoldado de la terraza de este bar de las Fuentes de Montjuich. También Dios va dentro de una cerveza y unas olivas . No hay que morirse todavía. Quedan algunas rosas por oler, algunos garitos que visitar, distintas regiones de otras almas para explorar, y mientrasexista una mochila de cuero , uno siempre podrá huir.
Sentado en el bar leo el periódico. A mi alrededor pasan familias enteras con banderas esteladas. Es la Diada.
Le pido al camarero otra ración de anchoas para que me estalle Dios en la lengua otra vez cerca de las Fuentes.
Si el éxito de un museo no están en que la gente vaya, sino en que regrese, aquí volveré.
Si el éxito de un museo no están en que la gente vaya, sino en que regrese, aquí volveré.
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