- ¡ Demonio de niño!, decían mis tíos cuando me dejaban a su cuidado. Bien pequeño que era.
Mi tía Paz intentaba tascar el freno y me embridaba el bocado con frases que me sacaban de quicio.
«—Tú, quédate ahí quietecito.
Me contaba mi madre , pues yo no me acuerdo, que hubo días que me ataban a la pata de una mesa.
Quietecito. El tiempo pasaba. Estarse quietecito para mi era asomarse dentro. Dentro todo era vasto, maravillosamente febril en mis imaginaciones llenas de aventuras . Era la única manera de estarse quietecito.
Quietecito. Había muchas cosas en qué pensar. Estaban los pájaros, estaban los insectos, estaban las películas vistas, o algo que pasaba por allí.
—Cuando seas mayor te darás cuenta.
Ser mayor. Siendo mayor era fácil todo. Se podía tener todo, hacerlo todo. Dar un salto, salir a toda hora, hablar alto, pisar fuerte, encerrarse a hablar, echarse novia. Usar chaleco, tener reloj. Besar.
De pequeño no piensas en follar, eso es más tarde. Y, ahora, sesenta años después me doy cuenta , más aburrido. Porque follar es aburrido. Lo mollar era enamorarse, salvar ala chica, besarla.
Los mayores lo tenían todo resuelto. Nadie les decía:
—Tú, estate ahí quietecito.
Quietecito. Por dentro nada quedaba quieto. Al contrario. Mientras más quieto por fuera más alborotado, a veces, por dentro. Era como un vapor, como una prisa, como una lástima de estarse perdiendo algo, qué se yo qué, que acababa por destaparse y dejar la pobre silla abandonada.
Y hoy...hoy ese niño me mira y me pregunta qué coño hice cuando salí de esos años azules.
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