Hay algo que uno aprende por sí mismo, y por lo que ha visto y conocido.
Resulta que nos han dotado a las personas, incluso a las más exquisitas y poderosas , del mismo impulso. Hasta ahora no ha podido ser controlado por la cultura , el Código Penal , ni por la religión con el pecado y la amenaza del infierno.
En la rejilla del confesionario se susurran los mismos pecadotes. El sexo , que produce placer y desolación, neurosis y felicidad, atracción y repulsa, violencia y ternura, amor y perversión.
Ese instinto básico rompe todas las barreras del honor y del prestigio social; asoma por debajo de los ornamentos sagrados, de las togas de los jueces, de los uniformes más entorchados.
El albañal del sexo lo comparten papas y cardenales, artistas consagrados de Hollywood y académicos del Premio Nobel , políticos salvapatrias , con las manadas de los lobos violadores.
A cualquier personaje lo puede convertir en un salvaje o sumirlo en el ridículo. El sexo hace débiles a los poderosos, puesto que los deja desguarnecidos a merced de espías, conspiradores y chantajistas.
En cambio, qué pocos confiesan su codicia su envidia, su orgullo su soberbia.
Nos arrepentirnos de los pecados más disculpables...si lo son.
Pero lo que sé es lo siguiente : todo hombre que quiera tener una vida con sentido deberá controlar dos instintos que son muy masculinos, el sexual y el agresivo.
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