En el Gimnasio encuentras gente de todo tipo. Es como un jardín botánico. Allí encuentras flores de colores maravillosos, otras muy raras, o feas, cactus, o unas que huelen tan mal que las muestran encerradas en envases de cristal. Están las delicadas, las que son carnívoras, o las que engañan para seducir y poder reproducirse.
Las hay masculinas, femeninas, neutras. Aquí hay de todo.
Hay uno con el que coincido todos los días. Es un señor ya maduro. Rondará los sesenta. Tiene la mirada muy triste, y muy dura. Parece un solitario que naufragó vete a saber de dónde, y en qué playa le vomitó el mar.
Hace muchas horas de series de pesas, bicicleta, cinta...se mete unas buenas palizas. Suda muchísimo.
Me recuerda a uno que conocí en Barcelona. El hombre vivía en un ático, un sexto sin ascensor. Viudo y sin hijos. Todos los días practicaba sobre una bicicleta estática para tener agilidad en las piernas y poder subir y bajar a la compra.
Era su única preocupación.
Un día me ofreció regalarme la bicicleta si le prometía ir a visitarle cada semana. Me estaba ofreciendo todo.
Hay flores en el infierno. Son asfódelos, dedales de oro, alimento de los que se han ido.
En la antigua Grecia, los asfódelos se colocaban en la tumba de los muertos y se empleaban en las ceremonias fúnebres, en la creencia de que facilitaban el tránsito de los difuntos a los Campos Elíseos, que se creía tapizado de estos. También era costumbre comerlos días antes cuando iban a entrar en batalla.
La tristeza de los solitarios es el ovillo con el que juguetea la pena del olvido, que es el tiempo. Mientras escucho como jadea cansado pienso que cada jadeo es como un abanico que monta varilla a varilla, desplegando su patria de ausencias.
Sin embargo, a pesar de todo, la belleza nos ata a la vida con sus nudos de madre. Vivir es educarse en la tragedia. Somos entusiasmo. Placer. Lágrimas. Vehementes en nuestras existencias mínimas. Luchando por estar ágiles en las piernas.
Qué generosos pese a conocer el final del libro.
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