A mi madre le gusta contar como de bien niño, en una cafetería de Zaragoza que llamaban El Imperia, tomando chocolate con churros, entró una señora, al parecer carrocería despampanante, y yo mirándola con ojos de boquerón grité “¡¡¡halaaaaaa!!!", y di un silbido. Y mi madre me dio un soplamocos y pensó “ buena me ha caído con éste”.
Una tarde, en una soporífera clase en los jesuitas, estaba pensando en algo que tendría que ver con las mujeres y mira tú por donde noto que un miembro hasta entonces desconocido para mi, tan desconocido como, por ejemplo, el codo, o las pestañas (había convivido con ellos sin problema alguno) se pone duro.
Sí, amig@s , algo se puso de una consistencia terca y sorpresivamente empinada.
Y eso nunca antes se me había puesto así, tan chulito , tan crecido, y tan don Pim Pom. Maldita sea, once, once años, y un susto de muerte. Es lo que tiene la primera vez, me asusté y pensé que aquello iba a reventar y que se ponía como una manguera a zigzaguear a diestro y siniestro, a porrazos con los compañeros y bamboleándose por la pizarra sin control.
Esa tarde la vida dejó de ser sencilla para mi. Mi barco comenzó a zarpar y dejaba atrás un puerto que nunca más volvería a pisar: la infancia. A proa un mar abierto, infinito, misterioso, incierto. Un cielo azul. La calderas a tope, a punto de estallar, al rojo vivo
Y la popa ve alejarse una playa que nunca más pisarás, sin nadie que te despida, sin nadie de quien despedirse, salvo uno mismo...y los recuerdos de esos años de inocencia, cuando uno era bueno y era muy feliz .
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