Me sucedió en Guatemala.
Llevaba una temporada viviendo solo. Sobrevino una especie de crisis. Un tipo enfermizo de ausencia, como un desalojo de la razón , una devastación de la memoria, un sin sentido de qué estaba haciendo allí . Un vacío absoluto. No me interesaba nada, no quería saber nada.
Era como si, durante un tiempo, corto, hubiese permanecido en la parte interior de mí mismo. En las tramoyas de lo que san juan de la Cruz dijo " entreme donde no supe/ y quedeme no sabiendo".
A eso le llame la tentación de la nada – quizás la peor de las tentaciones: muy superior a la de la carne, la del orgullo o la de la vanidad, que son poca cosa.
Es esa en la que todos los seres que te rodean se aparecen como bloque herméticos, como bolas de billar que chocan unas con otras sin más contacto que la superficie exterior y con intenciones que se te escapan, que no alcanzas a entender. Los ves cristalizados en sus pasiones, en su egoísmo, en su tedio, angustiosamente aislados, arrastrados por un viento ciego y absurdo hacia la ausencia de final.
Simpatía, amor, intercambios, caricias, gestos exteriores de afecto, besos, sonrisas… son sólo espejismos, ilusiones: cada uno está solo, y únicamente comparte con los otros las cadenas del error, de la miseria y de interés.
El azar hace a veces que dos o tres de esos bloques sigan el mismo camino durante un tiempo y rocen sus superficies. A eso le llaman apertura, comunión, entendimiento… viene otro golpe de viento y esa embriaguez se transforma en choque doloroso o en separación definitiva, y se vuelve a precipitar en la nada.
Y no sólo ves así la gente: uno mismo se ve así. No se reconoce, se siente extraño, sin pertenencia a nadie, y siente que todos le miran como si fuera invisible. Se ve egoísta, incapaz de compartir: solo.
Los años , y la educación que uno ha recibido , dan una manera de ser que se le ha acortezado y que, una vez que sales al mundo, se resiste a descascarillarse, a romperse.
Hay que tener cuidado con la tentación de la nada – que no es depresión -, contra ese vértigo que da la soledad y la necesidad anónima de sentirnos queridos y reconocidos. Si se cae demasiadas veces en esa tentación el corazón se endurece, se congela y acaba gustándose… ¡¡¡y haciendo muchísimo daño!!!
Porque no hay desdicha mayor para un alma rica y generosa que sentirse ligada a un ser, o a una institución, que nada tiene, que nada le puede dar y que es incapaz de recibir algo de otro; sentirse atada no a un vacío que espera llenarse, sino a un ser que rechaza todo los dones.
Cuántos esfuerzos para nada, cuántas mentiras piadosas, cuánta buena voluntad desperdiciada para obtener un pequeñísimo gesto de vibración o de entusiasmo, para imaginarse inútilmente una comunión completa, para convencerse contra toda evidencia de que tanta dedicación no ha sido sembrar en vano… para no tener que confesar hasta qué punto nos encontramos angustiosamente solos bajo el peso de tantos detalles rechazados, de tantos requerimientos inadvertidos, de tanto cariño sin correspondencia. Sí, podemos hacer muchísimo daño.
Cuántos esposos y cuántas esposas, cuántos de aquí y de allá, tratan de ocultar con esta noble mentira la incurable mediocridad del ser al que unieron sus vidas, o a la institución que entregaron sus corazones para siempre!
¿Cómo, si no, podría amarse el vacío, el peor de todos los vacíos, ése que se contenta consigo mismo y no necesita de nada?.
Siempre hay motivo para cantar, para alabar el misterio y no ser cobarde… hay que correr a decírselo a quien sea, que siempre hay alguien que amamos y nos ama.
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