domingo, 17 de julio de 2022

PETER SEEWALD: BENEDICTO XVI. UNA BIOGRAFÍA.

He leído ‘Benedicto XVI. Una vida’, de Peter Seewald.


El libro es largo, muy bien construido y documentado. Se aprende. 


El libro está dividido en seis grandes capítulos — «El niño y el adolescente», «El alumno modélico», «El Concilio», «El Maestro», «Roma», «Sumo Pontífice» — , y tiene un «Epílogo» y una parte final titulada «Últimas preguntas a Benedicto XVI».


Ha sido un descubrimiento la importancia que tuvo su hermana Maria que, dice Seewald, representaba «para Joseph la perpetua exhortación de proteger la fe de la gente sencilla frente a la fría religión de los catedráticos». Ha sido un hallazgo descubrir que la fe está en la gente humilde.


Como es lógico, el libro también trata de las relaciones entre Ratzinger y sus colegas teólogos, tanto con aquellos que admiraba como De Lubac, como con los que siguieron su estela y con los que acabaron siendo sus rivales, Hans Küng en especial.


Seewald se extiende al poner de manifiesto la ignorancia y malevolencia enormes de muchos periodistas de medios que conoce muy bien: esto parece necesario, para poner de manifiesto en qué clase de mundo vivimos, pero también cabría pensar que así se da demasiada importancia a quienes no la tienen. Al mismo tiempo, señala cómo muchos volvieron al catolicismo gracias a él y cómo, al dejar el pontificado, la Iglesia Católica había reemplazado por primera vez a la comunidad evangélica como la más numerosa en Alemania.


Al hilo de los sucesos van señalándose defectos y limitaciones: también este ha sido un punto de particular interés para mí. Se subraya que le faltó perspicacia cuando a veces se alineó con personas que no tenían su rectitud y no perseguían, como él, un enfoque teológico distinto, sino que pretendían un cambio de sistema: «yo mismo me sorprendo de mi ingenuidad», decía él mismo en relación a su trato de años con Hans Kung.


El autor habla también de que su biografiado tenía su talón de Aquiles en su talante tan educado y respetuoso: esto le hacía difícil aclarar del todo la relación con personas de las que mejor habría sido librarse, algo que también afectó, en ocasiones, a la elección de sus colaboradores o al mantenerlos en sus puestos a pesar de todo. 


99 todas maneras, el libro deja claro que esto tiene que ver con una actitud de fondo que mantuvo toda su vida: «Respeto la providencia y no me interesa saber de qué herramientas se sirve», dijo en una ocasión; y, en una carta de 1997, lo formuló así: «No me dedico a planificar (en realidad nunca lo he hecho), sino que me dejo simplemente llevar por la divina providencia. Y, en realidad, no me ha ido mal así, aunque todo haya salido de forma muy distinta de como yo me lo imaginaba».


Afirma el autor que «Joseph Ratinger es una de esas personas que dicen lo que piensan y hacen lo que dicen», y subraya que «no es un político. Para él no existe la próxima elección, sino solo el juicio final», por lo que, para entenderlo, no sirven los esquemas simples izquierda-derecha, progresista-conservador. A la hora de hablar de los escándalos mediáticos en los que se vio envuelto, queda claro que no pocos estuvieron inflados y que, sin duda, hubo negligencias e incompetencia de algunas oficinas vaticanas. Pero al final acaba viéndose bien que, ocurra lo que ocurra, siempre que sea posible servirse de los prejuicios negativos para atacar al papa, se hará: hay quienes no intentan buscar y mostrar la verdad sino que su objetivo es oscurecer y, a ser posible, sepultar sus mensajes y acciones importantes.


Benedicto XVI aparece como un personaje que se acaba imponiendo por su bondad, su sencillez, su capacidad de alegrarse por las cosas más mínimas, su disposición para escuchar, su talante siempre calmado y la valentía serena con la que siempre supo afrontar los problemas. Intelectualmente son asombrosas la solidez y coherencia de su pensamiento, su enorme categoría intelectual y su don, trabajado durante años, para exponer las cosas con extraordinaria claridad y siempre lejos de cualquier radicalismo. 


El autor habla de que estaba «más interesado en los contenidos que en los eslóganes y sus efectos», que sus discursos estaban «escritos más para la sala de conciertos que para la plaza pública», y no duda en calificarle como «uno de los pensadores más destacados de nuestra época».


Por último, vale la pena terminar con un párrafo del discurso previo que tuvo que dirigir al cónclave que le elegiría como Papa, aquel en el que habló de que «se va construyendo una dictadura del relativismo», y donde dijo: «Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca», pero lo que permanece no es ni el dinero, ni los edificios, ni los libros, pues todo desaparece, y, al fin, «lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento, el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor».




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