El
deseo de cambiar es prácticamente universal.
A
todos nos gustaría eliminar o, al menos, encauzar cosas de nuestra
forma de ser que no van, que nos mortifican: ser más valientes, o
más alegres, o más sociables, o más ordenados, menos despistados;
disfrutar más de las cosas buenas que tenemos; saber comunicarnos
mejor, alegrarnos de las cosas buenas de los demás, tener paciencia...
Sucede
que a veces nos empeñamos en cambiar cosas que no se pueden
cambiar, o renunciamos a cambiar cosas que sería importante que
cambiáramos.
Tengo
para mi que la mayoría de nuestras parejas pretenden que cambiemos
esa parte que, se pongan como se pongan, no van a poder cambiar. Y
visectriz: nosotros pretendemos que cambien su núcleo duro. Y no
señor.
Como
mucho, podemos mejorar o empeorar, pero un rato, que luego , ya se
sabe, la cabra tira al monte: somos máquinas diseñadas para tener muchas averías viajando en libertad.
A
eso se refiere una antigua oración, que deberíamos rezar a
diario.:
Dame,
Señor,
resignación
para aceptar
lo
que no puedo cambiar;
valor
para cambiar
lo
que debo cambiar,
y
sabiduría para distinguir
una
cosa de otra.
Todos hemos visto a personas que se han casado con la esperanza de hacerles cambiar. Y todos hemos visto que ha sido un fracaso. Los genes tienen más fuerza.
ResponderEliminarLo de intentar que alguien cambie no tiene sentido: yo soy feliz, independientemente de cómo sean los demás.
Intentar cambiar a otro puede ser también una imposición de mi egoísmo: quiero que seas así, por huevos.
Mi padre siempre dice que cuando conoces a alguien debes esperar a que cambie, pero para peor. Las virtudes, dice, rara vez se muestran, si nunca lo han hecho. Pero los defectos se acentúan.
ResponderEliminarY, si, hay que querer a los demás tal y como son.
El cambio es una puerta que solo puede abrirse desde el interior...
ResponderEliminarPues sí, Elena, al abrir la puerta hacia dentro tienes que apartarte para que pase alguien.
ResponderEliminarGracias a todos los comentarios.