La verdad es que lo único que importa de nosotros no es lo que pensamos, lo que decimos, nuestros gestos, nuestra manera de vestir, nuestra cortesía, o nuestros artificios sociales, esos que creemos nos definen ante los demás.
Lo único que de verdad importa es lo que hacemos. Nada más. Lo que hagamos nos define, y sobre eso, aunque no deberíamos hacerlo nunca, nos juzgarán los demás.
Algunos, como tus hijos, con una dureza que rozará la crueldad.
Y si vas de son perfect@...¡buenooooooo!
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No creía absolutamente en nada. En nada absolutamente.
ResponderEliminarSe había criado en una familia de clase media, ido a buenos colegios, había hecho deporte y era socio de la biblioteca pública.
En amores, como todos. Una mezcolanza al turulillo.
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No era mal tipo, lo que le había pasado era cuestión circunstancial. Un cúmulo.
Un expediente de suspensión de pagos, una infidelidad y un irregular funcionamiento de las neuronas que no absorvían la suficiente serotonina, le empujaron al desastre.
Nos puede ocurrir a cualquiera.
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Pero había algo en él que lo diferenciaba. Su silencio.
No estaba acostumbrado ni a compartir emociones, ni a manifestarlas.
La soledad le había embrutecido.
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Aquel día el Levante hizo de las suyas en la playa del Cura. Viento fuerza siete. Peñachos blancos en las olas enroscadas.
Y aquel fresador de la Peugeot, con colchoneta amarilla, era un corcho enmedio del estrecho de Magallanes.
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Cuando hay que decidir si mueres o vives, te crees que te va a dar tiempo a pensarlo, meditarlo, escribir los pros y los contras, interioriuzar tu decisión y tomarla de forma racional.
Nones.
Cuando hay que decidir si vives o mueres, lo más sensato es dejarse llevar por el instinto puro.
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Aquel tipo solitario, expulsado del mercado laboral, de su casa y de la alegría del amor, fue el único contribuyente de la playa que se tiró al mar para ayudar al fresador.
Durante los segundos que duró la travesía, no le importó para nada ni su pasado, ni su futuro más próximo.
Vamos, que nadó importándole todo una minga.
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Eso le ayudó a remontar las olas, agarrar al de la Peugeot como pudo, y sacarlo a la orilla.
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Extenuado, se tumbó sobre la arena para recuperar el resuello.
Una hora le costó volver a las cincuenta y cinco pulsaciones.
Cuando se levantó por fin, un grupo de niños y ancianos le miraban.
Era esa mirada fresca de quien no miente, los unos porque no han aprendido, y los otros porque ya no necesitan mentir.
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Un señor le preguntó su nombre.
Y él lo pronunció completo, con nombre y apellidos.
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Fueron sus únicas palabras del día.
No necesitó añadir nada más.