martes, 22 de febrero de 2022

UN MUÑECO DE TRAPO EN MANOS DE UN CERDO.

Hay un episodio asqueroso que sabemos por el propio Neruda, el de la violación que cometió sobre una mujer tamil en su época de cónsul en Colombo. Lo cuenta en sus memorias Confieso que he vivido, que no se publicaron hasta 1974, cuando el poeta chileno ya había muerto. 


Lo cuenta  arrepentido, tal vez más avergonzado que arrepentido,   pero está por ver si lo hubiera contado de vivir en 2020, en pleno auge del feminismo.


El texto está situado en el capítulo 4º de sus memorias, el titulado La soledad luminosa, en el subcapítulo titulado Singapur. Atención porque es una violación a la que se añade racismo y clasismo (él era un cónsul blanco, ella una paria tamil). Dice así:


Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa.


Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.


El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.


Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.


Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.


Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.


Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.


PABLO NERUDA, Confieso que he vivido, Pehuén Editores, Santiago, 2005, págs. 136 y 137.


Me acordé  de un texto  del premio Nóbel Tomás   Tranströmeren en  su libro autobiográfico. El cielo a medio hacer


Recoge momentos interiores de su niñez y juventud. En un momento intenso cuenta su forma de lidiar con los abusos de un chico mayor durante los años de la escuela primaria: «cuando se acercaba, yo fingía que mi Yo había volado lejos y que lo único que había quedado era un cadáver, un trapo que él podía manosear como quisiera. Entonces se cansó. Me pregunto qué ha significado para mi existencia el método de transformarse en un trapo sin vida...


Sí, a Neruda se le escapó que esa niña sólo fue un  muñeco de trapo en manos de ese cerdo. 




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