sábado, 30 de mayo de 2015

ESCUCHA.

Cuando alguien a quien amas está en dificultades, escúchale. Cuando te sientes terriblemente mal porque no puedes ofrecer una cura, escucha. Cuando no sabes qué ofrecer a tus seres queridos, escucha, escucha y escucha.

Puedes elegir entre estar ciego, o sordo pero, cada vez estoy más convencido que la ceguera nos separa de los objetos, mientras que la sordera nos separa de las personas.

Mucha gente está muy sola y necesita hablar. Y la mejor ayuda es escucharla. Nada más.

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MENDIVERTIADAS SABATINAS

7 comentarios:

  1. Buenos días a todos, especialmente al anónimo anti- Driver.
    ¿Cómo lo llevas, muchacho ?
    Te imaginas que el Sr Suso tenga razón, nos ponemos tú y yo a escucharnos, y nos quitamos un poco el peso de la soledad.
    ¡ animate y cuenta tu historia !
    Prometo escucharte, pues tras tres años de persecución implacable, ha llegado el momento de avanzar.
    ¿Te imaginas que funcione el método ?
    A mí me vendría muy bien.
    ¿ y a tí ?

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  2. Vente mañana a la Feria del Libro.
    ¿Te recojo en Chamartín ?
    Hay dos azafatas que necesitan urgentemente que las escuchemos.
    Y luego, ya si eso, miramos los libros.

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  3. Mañana, y hoy, tengo planote guapo (no digo que el tuyo no lo sea)

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  4. Tendré pues que multiplicarme por dos para dejar el pabellón alto.
    Tranquilo, la Feria se acaba, pero las azafatas no.
    Ocasiones las habrá.

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  5. A DENTELLADAS Y CABEZAZOS

    Siguiendo con mi plan de lecturas, ayer terminé de leer “El castillo”, de Kafka. Enlazando con los planes bibliófilos y azafatófilos de Driver, pongo esta breve reseña de la novela:

    “El castillo”, tanto o más que la novela sobre el monstruoso aparato administrativo convertido en destino omnipresente pero a la vez invisible y ciego (porque ni se le ve ni ve), narrada desde la perspectiva de un neófito que se va dando cuenta de que nunca toca fondo, es la novela sobre las apariencias anónimas de unas vidas insustituibles, sobre los universos que van por dentro de seres inaparentes de vidas supuestamente vulgares. Esto último se puede aplicar, más que a nadie, al propio autor.

    Por otra parte, hace tiempo me hice está pregunta antropológica: ¿quién nos ha enseñado a amarnos? ¿de dónde lo hemos aprendido? La mayoría de nosotros hemos aprendido a amar por iniciación, quizá a cargo de más experimentados: la mujer que condujo nuestras manos vírgenes y torpes hasta sus senos, o simplemente lo que hemos visto hacer a otros, aunque sea en las películas (cada vez amamos más como en el cine). Ya leyendo “El proceso” se había suscitado en mí esta pregunta consecuente: ¿cómo se aman aquellos a quienes nadie les ha enseñado? Y como aquellos que no conocen el aprendizaje amatorio (la “iniciación amatoria”, que suena más erótico, o el “arte amatorio”, que suena más clásico –el Ars amandi de Ovidio–) son los animales y los niños, ¿es posible amarse mitad como animales, mitad como niños? ¿A dentelladas animales y a cabezazos infantiles? La respuesta a esta pregunta está en “El proceso” y en “El castillo”.

    Una cita de “El castillo” para terminar: una confesión de amor de Frieda a K. que nos recuerda a la mejor poesía amatoria de César Vallejo. Una confesión de amor como sólo la harían unos niños:

    “Eso es justamente a lo que me refiero, eso es justamente lo que me hace desdichada, lo que me mantiene apartada de ti, mientras que no conozco ninguna dicha mayor para mí que estar contigo, para siempre, sin interrupción, sin final, soñando con que aquí en la tierra no hay ningún sitio donde nuestro amor pueda estar en paz, ni en la aldea ni en ningún otro sitio, y por eso me imagino una tumba, profunda y estrecha: ahí estamos abrazados como con tenazas, yo ocultando mi rostro en ti, tú el tuyo en mí, y nadie nos volverá a ver jamás”.

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