Desde que el hombre, en los albores de la conciencia, se vio atrapado por el sentido del deber, no ha hecho sino buscar la forma de sacudirse ese grajo que le picotea la nuca.
Para liberarse ha inventado escuelas de todo tipo, pelaje, ganadería. Se ha servido de la religión, de la filosofía, del yoga, del Tao , de distintos métodos de danza o de gimnasia y también de diversas sustancias extraídas de frutas, semillas y raíces.
O de bebedizos alcohólicos.
El sentido del deber engendra culpa, y ésta sólo tiene dos salidas: el castigo o la gracia. Uno, está con la chova de la culpa picoteándole las meninges desde muy pequeño. Y , me ponga como me ponga, no consigo ahuyentarla.
El castigo o la gracia abre la puerta del infierno o el edén.
En la historia de la humanidad infinitos maestros han impartido doctrinas de relajación; millones de sacerdotes han prometido toda clase de cielos; ristras interminables de fundadores han tratado de encontrar alguna verdad sedante.
Mientras, millones de ilusos se ha pasado la vida bebiendo alcohol, chupando extrañas pipas, mascando hojas visionarias o comprando Viagra en la farmacia. El hombre ha soñado siempre con ser irresponsable sin conseguirlo nunca. Pasados los efectos de la plática, del masaje, de la esperanza o del veneno, que sólo dura lo que dura, la conciencia del deber y de la culpa vuelve a revolotear como un cuervo alrededor del cerebro y se posa otra vez en la nuca.
Y estoy convencido que esa corneja es una invención .
Vivimos en el miedo calloso y central de una mentira.
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