Hay gente que se ve en la obligación de vivir en la “alegría”. Tienen la obligación de ser alegres, tanto, que en algunos lugares es una norma de siempre. Eso les obliga a andar de una manera un tanto impostada, forzada , impuesta y encorsetada.
Pero así no hay manera, y ese maquillaje, cuando llega la noche y los ojos se limpian con una loción removedora , y se usa un tonificante facial , y se termina con una pasadita de desmaquillador, se descubre a un gruñón, o a una triste, o a un profesional de la mueca dibujada en forma de estiramiento facial.
La alegría , o es natural, o no lo es. Hay quien exagera su alegría, pero es ficción porque, coño, tampoco es para tanto.
Lo mismo que hay quien agranda sus tristezas, y gusta de un cierto exhibicionismo llorando en público lágrimas democráticas que, en fin, suenan a ficción. Parecen Nerón llorando en el vaso lacrimal por su amigo Petronio. Y más si las cámaras, siempre atentas a un primer plano que sabe que va a suceder, recogen ese momento “espontáneo”.
No olvidemos que las productoras que graban esas imágenes, y de esa manera, son propiedad del partido o de la institución de turno. Nada es casual en las imágenes de los telediarios, ni en ciertas tertulias, ni en informes semanales, nada es espontáneo. Todos se saben observados por un cámara amigo, con un guión previsto, y unos gestos ensayados.
La alegría , y la tristeza, es otra cosa.
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