En el laberinto afectivo de mi memoria andan las primeras voces que oí de niño. Los canciones que mi madre cantaba antes de que naciera , es mujer de jotas, boleros, rancheras y coplas. O las que susurraba antes de dormir , y que hoy me vibran, 63 años después, todavía en el tímpano.
Y a esos sonidos se superponen también las melodías en el coche, cantadas por toda la familia, durante viajes interminables al Pirineo, o las primeras canciones de la escuela , o las de los jesuitas, donde aprendí a cantar a la Virgen.
Y en ese colegio la cantinela de la tabla de multiplicar, las campanas de la iglesia del Salvador, las melodías de discos dedicados en la radio.
A eso se juntan algunos sonidos esfumados de tertulias interminables, o las que compuse para amores que no supieron de mi.
Estas ondas sonoras marcaron mi paso de la niñez a la adolescencia donde comencé a entender que las letras cantadas emocionan hasta las lágrimas, o el escalofrío. Las palabras de amor a la chica que me declaré una primavera que sigue en la memoria las guardo muy dentro todavía.
Y la tuna, ¡ ay qué tiempos!
Tal vez el cerebro tiene un mecanismo para preservar solo los sonidos que a uno le han hecho feliz: el de la lluvia en las noches de invierno desde la cama, el del viento en los álamos en primavera, el del trueno lejano que precede a la tormenta.
Hoy me guardo esos sonidos y desprecio toda Pero esa insoportable algarabía , esa sustancia pestilente formada por toda la basura mediática, por toda la mierda política que oigo aquí y allá.
Aquí , ahora, sin ese tapón que ensordece todos lo que importa, vuelvo a oír de nuevo la lluvia y el viento e incluso el rumor de lo pequeño.
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