viernes, 19 de noviembre de 2021

HUYENDO DEL RUIDO.

En el laberinto afectivo  de mi memoria andan las primeras voces que oí de niño. Los canciones  que mi madre cantaba antes de que naciera , es mujer de jotas, boleros, rancheras y coplas. O las que susurraba   antes de dormir , y que hoy me vibran, 63 años después,  todavía en el tímpano.


Y a esos sonidos se superponen también las melodías en  el coche, cantadas por toda la familia,  durante viajes interminables al Pirineo, o  las primeras canciones de la escuela , o las de los jesuitas, donde aprendí a cantar a la Virgen. 



Y en ese colegio  la cantinela de la tabla de multiplicar, las campanas de la iglesia del Salvador, las melodías de discos dedicados en la radio.


A eso se  juntan  algunos sonidos esfumados de tertulias interminables, o las que compuse para amores que no supieron de mi.   


Estas ondas sonoras marcaron mi paso de la niñez a la adolescencia donde comencé a entender que las letras cantadas emocionan hasta las lágrimas, o el escalofrío. Las palabras de amor a la chica que me declaré  una primavera que sigue en la memoria las guardo muy dentro todavía. 


Y la tuna, ¡ ay qué tiempos!


Tal vez el cerebro tiene un mecanismo para preservar solo los sonidos que a uno le han hecho feliz: el de la lluvia en las noches de invierno desde la cama, el del viento en los álamos en primavera, el del trueno lejano que precede a la tormenta. 


Hoy me guardo esos sonidos y desprecio toda  Pero esa insoportable algarabía , esa sustancia pestilente  formada por toda la basura mediática, por toda la mierda política que oigo aquí y allá.


Aquí , ahora, sin ese tapón que ensordece todos lo que importa,  vuelvo a oír de nuevo la lluvia y el viento e incluso el rumor de lo pequeño.






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