Hace unos meses subí al Puigmal.
Me lié en la bajada y llegué a la típica situación en la que te quedas colgado en un pequeño precipicio, lapado con dos dedos a una fisura en la roca.
No podía avanzar en ningún sentido, ni hacia arriba, ni hacia abajo, ni por la izquierda, ni por la derecha. Estaba paralizado. Pocos minutos después comenzaron a temblar las piernas.
Durante los minutos que estuve allí suspendido. Vi unas pequeñas hierbas que sobresalían de una roca y decidí jugármela: si soportaban mi peso podría alcanzar un pequeño rellano y allí descansar y pedir ayuda.
No resistió mi peso y caí en vuelo libre unos metros, y después croqueteé la ladera hasta parar en unos arbustos. Dije algo así como "¡Dios mío!"...y pabajooooooo.
Puedo explicar ahora la fulgurante visión que experimenté antes de caer vivo e ileso al final del barranco. Mientras surcaba el espacio me cegó una especie de relámpago negro, fundido con los latidos de la sangre. Cerré los ojos y en ese momento, mientras caía y giraba en el aire, no pensé en Dios ni en otra solución filosófica, ni siquiera en el golpe inminente.
Mi imaginación tampoco fue cruzada por el más mínimo deseo de sobrevivir. Frente al rostro de la muerte vi en el interior de la memoria toda mi biografía comprimida, iluminada por una brevísima descarga.
No recordé para nada los graves problemas de este planeta: el hambre, la bomba atómica, la violencia de los fuertes, la rebelión de los pobres. No pensé en el trabajo. Ni en la política, el independetismo, el dinero y las pequeñas pasiones de los hombres se esfumaron.
Pero en la sala de cine de mi memoria vislumbré toda mi existencia concentrada en cuatro haces de luz. El mundo había sido una apariencia y el sueño a través de él quedó reducido al vértigo de estas imágenes: los pechos de Pilarín, una tendera que me tenía loco a los siete años , y que se agachaba para alcanzar los variantes en el mercadillo , enseñando la hucha de sus tetas al viento imperio, mi padre poniendo la obertura de Guillermo Tell de Rossini en el tocadisco porque había aprobado curso , yo en la plaza San Francisco de Zaragoza declarando mi dulce y maravilloso amor quinceañero a Matilde , el balcón de Cortile de San Dámaso abrazado a Juan Pablo II, el primer beso que pedí a Manuela en el Otelo, mi madre llorando porque era un golfo...
Volaba en el viento piafando y yo de forma ciega en ese viaje de cinco segundos mortales aprendí cuanto sé de la realidad. Que la vida no es más que el reflejo de menta de cualquier instante de la infancia, la levísima sensación de haber sido joven una vez, el recuerdo de un temblor de la carne unido a un perfume, la presencia oscilante o quebrada de un amor. Y poco más.
Sólo después de haberme salvado comencé a pensar de nuevo en las idioteces de cada día.
Y aquí estamos, amig@.
Tuve la misma experiencia. A partir del segundo 30
ResponderEliminarhttps://youtu.be/eMrVFBWO5P4