La vida es prestada, los días son disfrute y dolor , alegría y fatalidad. Me acuerdo mucho de mi infancia , debe de ser la edad, cuando viajábamos al Pirineo y cantábamos durante horas y reíamos de cosas que parecían divertidas, porque nuestras carcajadas atravesaban los cristales.
Nací en el barrio de Torrero, en una zona fronteriza con las graveras de los gitanos. De allí me viene, supongo, la pasión por las casas abandonadas, los descampados, y los espacios cutres. Esos diminutos desiertos en medio de la ciudad. Tan misteriosos. Con sus revistas descoloridas y amarillentas, sus botellines de cerveza reventados contra el suelo, sus restos de amor, y adicciones. Tienen en común el exceso del circo de los pobres , porque allí se hacían cosas prohibidas, la nocturnidad, esa sequía de lo que pudo ser y también su abandono. Los campitos de mi niñez donde un viejo nos tocaba la titolita - nos poníamos en cola y él la estiraba- ahora son urbanizaciones. Cambiaron la sordidez por el hormigón. Ya no amanecen allí las jeringuillas y motos despiezadas, condones y carteras vacías, balones pinchados y paquetes sucios.
Solo hay sitio para peña que pasea pensando en sus hipotecas. Hay una piscina donde los casados miran culos de esposas ajenas.
La última vez que paseé por el barrio escuché auna paisana a ver cómo se apañaba para meter a su hijo en un colegio «más normal» porque el que le tocaba por domicilio «es donde van todos los gitanos de ...".
La melancolía es inútil, como el ojo de cristal de una vieja muñeca tuerta.
En el gimnasio hay una señora de mi edad. Bueno, dos años mayor. Me alegra compartir generación en medio de tanta insultante juventud que jadea. Pensé que la señora me miraba con curiosidad. Pero no. Estaba tomando un respiro mientras , sofocada, miraba un punto que pensé era yo.
- ¿Qué mira usted- le pregunté.
- La brevedad de todo esto. Pagar para estar bien.
Vaya, pensé, una filósofa.
La vida se estrecha y su fugacidad es más alivio que condena.
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