Creo que al exceso no hay que llegar a deshoras. Es el consejo de los pasteleros con los aprendices de repostería " déjales que revienten a crema y nata y lo que quiera".
Cada tiempo debe tener sus propias miserias. Hay que llegar a la virtud por el hartazgo. Al menos los que no somos virtuosos.
Las peores adicciones son las tardías. Muchas veces van unidas a fracasos.
Pasa con el amor a menudo que, de acumular tanta dulzura absurda y cursi , uno corre el riesgo de morir de empalago. «Tú te quieres a ti , queriéndome a mi" , me dijo un ligue cuando me quedé. Todo lo comenzó ella con un " me enamorado de ti. Cuando te vi por primera me pareciste un ser muy especial, como un misionero en tierra extraña". Y termina la historia con lo de " te quieres a ti queriéndome a mi".
Muy complicado. Muy peliculero.
Me arrepiento de casi todo, menos de los besos. Bastante tengo con esta existencia vulgar a la que un día sucederá la muerte, como para martirizarme por este aterrizaje de labios o tener que ir por ahí llorando por las esquinas por haber metido la pata.
He tenido muchos amigos, o eso creí. Todos son mentira. Mentira de la peor. Mentiras que te quieres creer, como fuegos futuros de cadáveres. Todo lo que sé del amor lo aprendí en la derrota: cuando me escapé de casa y me pillaron, cuando abandone mi vocación primera, cuando se me murió el amor, en esa despedida. Al irme a Guatemala y no terminar esa historia. Al engañarme Serunión. Al confiar en Penwin . Derrotas donde agitas la mano y dices adiós a los vivos y damos la bienvenida a los fantasmas.
Me persiguen amores adolescentes, ancianos ya de tanto recordarlos, mendicantes. Es un poco cómico. Las ciudades me acompañan también sobre los remordimientos. Soy una barrio nocturno, con sus luces de callejón y su olor a gato. Cada amor tiene su puerto. Cada barco, su culpa. Ella ya no existe. Ana, esa mujer que me abandonó , ya no existe porque ya no existe el hombre que yo fui. Mi corazón es como un armario en el que un Dios providente almacena con insistencia una ropa que ya nadie jamás se pondrá.
Sesenta y cinco años llevo entre las manos, como pesadas bolsas del Mercadona que duelen y marcan mis dedos. Como el hámster en su noria. Con su divertido quebranto, con su circense melancolía. Una jaula con asas: así ando.
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