Cuando voy a casa de mis padres me gusta mirar los álbumes de fotografías. Me fascinan esas fotos donde el tiempo se pausa en colecciones de instantes. Por cierto, a mi padre le sacaba de quicio que pusiera caras de payaso, o de idiota, o que hiciera gañotas, y siempre me advertía:
- No pongas caras que estropeas la foto.
Es un pasado encerrado en un tomo de tapas rojas , apilado en una estantería. No es un ejercicio de nostalgia, es saber que hubo una época para las cosas: los casetes de Credence, la Enciclopedia que encolomaron a mis padres, los discos de Nicola di Bari, los libros de setas que le dio por coleccionar a mi padre, el transistor Lavis que mi madre escacharró contra mi cabeza un día que se cabreó conmigo, la primera cámara de fotos de la familia, mi padre echado al lado del estrenado Morris 1.100, como si fuese una vedete, la cara de niño bueno de primera comunión, las cartas que guarda mi madre de cuando era numerario y escribía con un entusiasmo apostólico que hoy me cuesta verme en él...
Todo ese plástico, ese papel, duerme aletargado en esos álbumes. Allí cabe el amor, las lágrimas, lo que fue, lo que somos, los sueños, los desengaños, el dinero y la posición, también la pobreza, los consejos de mamá, la paciencia del padre, las sonrisas de tus hermanos, los kilómetros a Bielsa, las salidas al campo en Villanueva del Gállego, las canciones que te rompen el corazón.
Allí ya no puedes desaparecer. Ese álbum te recuerda que viviste años que hubo un tiempo lento en el que la vida , simplemente, sucedía.
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