Merece la pena irse sólo por la belleza de regresar. Eso sucede cuando uno ha experimentado la dicha del hijo pródigo, del perdón cuando uno ha sido infiel, o cuando has ido de viaje mucho tiempo y regresas a casa.
De todas formas, para irse no hay que viajar a destinos lejanos, a veces basta con decidir, de una vez por todas, qué es lo que queremos dejar atrás. Incluso hay gente que viven juntos y están muyyyy lejos el uno d el otro.
La vida es movimiento, también renuncia. No todas las x en el mapa quieren señalar un tesoro. No sé vosotros, pero echo de menos sitios donde nunca he estado, y me siento extraño en lugares que piso a diario. Por eso admiro a los que llevados por la curiosidad, su vocación, o el amor, se lanzan a otros lugares. Lo dejan todo, a veces si hacer cuentas, y allí, donde quiera que estén, bajan a comprar el pan como exploradores, abriéndose paso en selvas de cemento.
Pero con los años aprendes algo muy importante: los viajes más largos y profundos son los que emprendes desde el corazón hacia adentro. No he vivido en muchos países, pero sí en muchas ciudades donde siempre quise formar un hogar, amar esa gente, esas calles, y algunas personas.
¡ Qué ingenuo!: he tardado sesenta y pico años en entender que el hogar viene con uno, y viaja con uno. El hogar no es un lugar, es una forma de entender el mundo , un ramillete de afectos, una felicidad que cuatro paredes no pueden contener. El hogar no es una casa, un chalet, un palacio, es el tacto de los que lo habitan.
Soy un viajero que nunca sabe donde va y, me temo, tampoco de donde viene. Como un turista perdido, buscando en un plano. Como un paleto que alza la vista asombrado a los edificios, perplejo ante el bullicio de una ciudad que no entiende, intentando orientarse en vano.
Me parezco tanto a ese hijo pródigo que decide regresar a casa después de tanto viaje a ninguna parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario